Cuando se inicia Pandora todos (y cuando digo todos me refiero a muy poquitos) llegamos a adquirir el compromiso silencioso y cómplice de trabajar en ella con seriedad y rigor, cada cual de la forma que mejor supiera o pudiese. De este modo, durante el primer año de la revista participé con textos argumentativos y expositivos sobre cine, televisión y, sobre todo, literatura. Disfruté mucho con estos escritos, porque con ellos empecé a despojarme de ciertos reparos que me producía expresar públicamente mis opiniones, mis experiencias y mis nostalgias. Tenía miedo, no me importa reconocerlo. Miedo de mostrarme de una forma demasiado pura, sin barreras, desnuda. Pero supongo que, igual que el actor con el paso de los años va perdiendo el vértigo a salir a escena, a mí, en mucho menos tiempo, se me fue disipando ese temor que me producía compartir mis escritos. Poco a poco me fui relajando hasta que un día, de repente, me encontré frente a “La puerta”, un breve recuerdo hermoso y nostálgico de mi infancia. Dice Vargas Llosa que escribir es “eternizar el instante”, y eso precisamente es lo que pude experimentar al elaborar este escrito, con el que me fue posible rescatar un momento de mi vida y tratarlo con la misma delicadeza y el mismo respeto con el que trataría un frágil y valioso tesoro. Me permitió realizar uno de los viajes más apasionantes que jamás hubiera soñado: vivir de nuevo un atardecer de los veranos de mi infancia, algo posible gracias a la literatura.
Esta puerta me facilitó el acceso a otro mundo en el que empecé a fabular, a inventar historias y personajes, a dotarlos de vida, saboreando ese delirio, la apasionante maravilla, que es la creación literaria. Pude experimentar la inmensa satisfacción de sumergirme en un estado de desasosiego, de entusiasmo y de gozo producido por una pequeña idea que comienza a germinar tímidamente, y el vértigo indescifrable cuando ésta llega a tener vida propia, escapándoseme incluso de las manos. Lo más impresionante es descubrir que esa semilla de la que arrancan las historias siempre es real, pertenece a la propia vida, al entorno. Surge de las vivencias, de lo aprehendido, de lo soñado o anhelado... De alguna manera, es parte de mí. Por alguna razón, en un momento determinado, queda guardada sigilosamente en mi memoria para que ahora, algún tiempo después, yo llegue a la conclusión de que tras ese pequeño germen puede haber una buena historia. Y es así como comienza el misterio de darle forma, de inventar un lugar adecuado en el que depositar esa partícula de realidad, de verla echar raíces, para después ir paladeando lentamente el placer de revestirla, de decorarla y de reinventarla, hasta llegar a volcar sobre ella todo lo que guardo con cautela, bajo llave y a buen recaudo, en ese lugar secreto donde se encuentra la esencia de mi auténtica identidad.
Pero no todo es alegría y entusiasmo. A veces me he encontrado con el pánico que produce asomarse a los aspectos más sórdidos de la vida. Y es que la literatura no sólo permite admirar la bondad de la belleza, sino también observar lo deplorable del ser humano y horrorizarse con sus desvaríos. La literatura, tal y como me han enseñado mis autores favoritos, tiene que ser rebelde y comprometida, hermosa y cruel, como la vida misma, y servir tanto al fin estético como a aquel que consiste en mostrar la realidad de la forma más completa. Debe permitirnos viajar a un mundo paralelo al real, pero también, llevarnos a comprender mejor el tangible, este que nos ha tocado vivir.
No quiero pasar por alto la poesía, con la que también he estado experimentando a lo largo de este año. Ha sido un juego, un coqueteo con la música, los acentos, las metáforas y las rimas y, sobre todo, un humilde homenaje a esos alejandrinos repletos de soles, jardines, cristalerías y rosales de La soledad sonora de Juan Ramón, que tanto me gustan. He descubierto el placer de visualizar la imagen, buscar las palabras, encontrar la música y llenar todo ello de sentimiento.
Releyendo estas navidades Cien años de soledad, llamaron especialmente mi atención estas palabras: “…y se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida”. Eso es lo que yo encuentro en la literatura, una forma de compartir la soledad, pues me permite verme reflejada en los personajes de las obras que leo, aunque sea someramente, de refilón, en un gesto, en la manera de encajar un desengaño o en los sentimientos que los poetas vierten en sus versos; transmitir, a través de la escritura, mi forma de entender el mundo y la vida, mis deseos, mis añoranzas, mis miedos... Gracias a ella, puedo comprobar que aquello que sentí o que soñé, lejos de ser un sentimiento exclusivo o un sueño único, es conocido por otros que lo supieron reflejar fielmente en un relato o en un poema, y puedo soñar con que, al menos una sola persona, en un momento cualquiera, efímero y fugaz, se ha detenido a leer uno de mis escritos para terminar así compartiéndolo íntimamente conmigo.
Y nada más. Sólo quiero agradecerles su compañía en este increíble viaje en el que me he aventurado a inventar historias, a vivir otras vidas y a buscar la música de las palabras, y en el que he llegado a conocer esa otra cara de la literatura, la de la creación, sin duda, un valioso tesoro, un auténtico hallazgo. Aunque quizás lo mejor, lo más fabuloso, haya sido descubrir que así, de puntillas y en silencio, encontré en la escritura una buena aliada para poder completar, al fin, este maravilloso paraíso de soledad donde soy tan dichosa y tan feliz.