SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

LOS NIÑOS PERDIDOS

No deben de tener más de dieciséis o diecisiete años. Se podría pensar que sus extrañas indumentarias las harían mayores. Seguro que ellas lo creen. Pero no es así. Las mínimas faldas negras, de un tejido vaporoso y lleno de transparencias superpuestas, las botas de piel negra de corte militar, aunque más altas, con todas esas hebillas plateadas, las medias de rejilla negra salpicadas de rotos y picotazos y todo ese artificioso maquillaje... lo único que consiguen es dotarlas de un extraño y magnético encanto, con ese poder de atracción que siempre ejerce sobre nosotros lo inclasificable, ese trazo osado e irregular sobre la gris cuadrícula de los días. Aunque en estos tiempos de vanguardias fugaces y consecutivas, hasta las tendencias recién nacidas lo hacen ya con su propia etiqueta: Son góticas, creo, aunque puede que me equivoque, que ellas no estén de acuerdo, o que su tribu en particular sea alguna extraña escisión de lo gótico, algo todavía más exclusivo dentro de lo raro. En cualquier caso, componen una estampa bastante más hermosa que el anodino paisaje que las rodea. La mansa pero tenaz lluvia de esta mañana ha trazado extraños mapas en el empedrado, dándole a todo el lugar cierto aire provinciano, como de calles de pueblo baldeadas al atardecer.

Hace rato que las observo, sentado en los peldaños que forman el pedestal de la estatua ecuestre de Fernando III, en la Plaza Nueva. El centro está atestado de gente, cientos de personas dispuestas a aprovechar la suave tarde de diciembre, esta tregua que nos concede el invierno. A la luz grisácea de este atardecer nublado sus pieles parecen de un blanco mate. Proyectan una extraña sensación. Por un lado está esa fragilidad, ese aura de desvalimiento, como si el propio aire que las rodea pudiera quebrarlas. Pero a la vez también parecen inevitablemente sofisticadas, artificiales, provistas de una decadente inocencia que las hace a la vez peligrosas e ingenuas, dos lolitas de ultratumba.

Están también sobre los escalones de piedra, unos metros a mi izquierda. Una sentada y la otra de pie, frente a su amiga, ambas inclinadas sobre un teléfono móvil en el que trastean con avidez, frunciendo el ceño y apretando sus labios maquillados de carmín negro en un gesto que raya en lo infantil. De vez en cuando sonríen, desbaratando la impostura de esa tristeza postiza que supongo que los góticos adoptan siempre como un adorno más, como parte del vestuario.

La que está sentada levanta de repente la vista y parece alarmada o incómoda por mi mirada. Supongo que con razón. Son malos tiempos. La calle es una lotería cada vez más macabra para las de su edad, y sobran razones para desconfiar de una mirada demasiado persistente. Aunque en este caso se trate sólo de lo de casi siempre. Pura curiosidad antropológica. Esa fascinación mía por las aristas, las fronteras, esos puntos del paisaje – y del paisanaje - donde la luz se refleja de un modo particular o inesperado. De todas formas aparto la vista, y vuelvo a lo mío, que es más o menos nada. Este año aún no había podido venir a la Feria del Libro, y cuando por fin saco tiempo y ganas me encuentro con que es el último día. O lo ha sido. Los libreros han arrimado ya las furgonetas hasta la plaza y hace horas que están vaciando los tenderetes blancos en los que mañana mismo empezarán a instalarse los puestos del mercado navideño de artesanía. Alguien me está hablando:

- Disculpe...

Es una de las chicas. Ahora que la tengo cerca me parece aún más joven. Me doy cuenta que su natural palidez está exagerada por el maquillaje, aunque en su caso es bastante sutil. Su pelo, liso y tan negro que azulea, le cae sobre los hombros con textura casi líquida. Tampoco sus ojos parecen reales. Según les da la luz parecen verdes o azules, pero siempre demasiado claros para encajar con el resto de sus rasgos. Son los ojos de otra persona. Lleva un piercing en una de las aletas de la nariz, un pequeño aro plateado, y en el cuello una especie de gargantilla de la que cuelga un gran crucifijo de piedra negra.

- ¿Tiene usted un boli? – me dice.

El “usted” me suena raro. En realidad, me inquieta el día en el que deje de sonarme raro. Asiento con un gesto y busco durante unos segundos en mi mochila. Se lo tiendo y lo recoge con una mano cubierta con un guante de encaje negro que le llega casi al codo, dejando los dedos al descubierto. En la muñeca tintinean varias pulseras y abalorios metálicos.

- Ahora te lo traigo – me dice sonriendo, mientras yo compruebo con alivio que ha descartado el “usted”, reservándolo quizás para su tío de Albacete.

- No hay prisa – respondo.

Regresa donde su amiga y le tiende el bolígrafo que acabo de darle y un trozo de papel arrugado, en el que la otra empieza a anotar algo usando su propia pierna para apoyarse. Vuelvo a mis cosas. Escucho el zumbido sordo que anuncia la llegada del metro y al poco veo llegar el tren, su enorme silueta cromada destacándose contra la fachada neoclásica del ayuntamiento y los últimos edificios de la Avenida de la Constitución. Descienden unas veinte personas, casi todas portando bolsas doradas o rojas, decoradas con abetos y estrellas. Forman primero un grupo compacto, que se dispersa en un par de segundos hacia las calles aledañas. Tres siluetas vestidas de negro continúan caminando hacia el centro de la plaza, aproximándose hasta donde estoy, aunque, obviamente, no es a mí a quien buscan. Son dos chicos y una chica. Ella parece un calco de las dos chicas de mi izquierda. Negruras y ferralla repartidas de otra manera. Bueno, lleva un vestido enterizo, largo, que le cubre hasta los tobillos y una especie de corsé de cuero, cerrado por delante con una cinta de raso. Los chicos van un poco más neutros, de negro de la cabeza a los pies, y el pelo dibujándoles abruptas y afiladas formas sobre la frente. Los tres caminan como en una burbuja, con el aire desganado y melancólico con el que los moradores de las tinieblas se rebajarían a hollar el mundo de los mortales. Los sigo con la mirada hasta que se reúnen con las otras dos chicas y observo como se deshacen de nuevo de esa pátina de desidia al intercambiar besos, saludos y risas. Apenas han dejado de ser niños, en realidad. Bajo el siniestro envoltorio, ellas esconden el esbozo de unas formas apenas sugeridas y ellos se mueven con torpeza, como si no controlaran del todo las dimensiones de su nuevo cuerpo de adulto a medio acabar, con esos brazos huesudos llegándoles a las rodillas, o esas espaldas encorvadas sobre las que parecen llevar el peso insufrible del mundo. Pero algo especial los sigue envolviendo. Una muralla invisible los aísla y los protege de la cotidianeidad, del mundo de los adultos y de la luz marchita de la tarde, que parece empeñada en esquivarlos, en sortear sus cuerpos.

Al verlos me vienen a la cabeza imágenes de esas películas americanas de vampiros adolescentes, seres desdichados que han de enfrentarse a un tiempo a la pubertad, a la vida diurna, a la sed de sangre y a los exámenes de química con el mismo gesto lánguido del que sospecha que todo se debe a una única maldición. Lastrados siempre por la sensación de que no están en el lugar al que pertenecen. También recuerdo inevitablemente mi propia adolescencia, las camisetas de Motley Crue, de Judas Priest, los infames vaqueros elásticos con los perniles asaeteados de chapas y calaveras...aquella sensación de haberme caído de otro planeta...

El grupo se pone en marcha. Los que han estado sentados revisan un poco su atuendo y todos bajan los cuatro peldaños de piedra que los separan del húmedo suelo de la plaza. Los veo encaminarse hacia la calle Zaragoza, con andares y ademanes afectados. Pienso que, como los vampiros, también ellos son seres inmortales, puesto que al fin y al cabo aún parecen ignorar que un día el tiempo vendrá a por ellos. Puedo imaginármelos haciendo una breve parada en Nostromo, la tienda de cómics, que para ellos debe de ser algo así como un oasis, una embajada, un pequeño trozo de su patria, sea cual sea esa remota y oscura tierra de la que proceden. Luego saldrán de nuevo a la calle, cuando ya la cenicienta tarde de sábado se haya marchado del todo, y las tinieblas se hayan adueñado del mundo, y sentirán que algo ha cambiado. Y el observador - que ya no seré yo – verá también que personajes y escenario encajan definitivamente, que esos juveniles trozos de carne lívida que asoman entre las negruras y los tules refulgen entonces bajo el cielo nocturno como pequeñas esquirlas de luna.

Tomarán una hamburguesa en el Burger King de Reyes Católicos y partirán a lugares recónditos, a beber calimocho - o tal vez sangría - compartiendo gigantescos vasos de plástico que alzarán solemnes y ceremoniosos. Guardarán los últimos cinco euros de la exigua paga del fin de semana para tomarse la única copa que ya pueden permitirse en algún bar cuyo nombre siempre tiene tétricas resonancias – Walpurgis, La Taberna de Valdemar, El Gato Negro... - . Allí beberán despacio, para que la copa les aguante el mayor tiempo posible, mientras por los altavoces suena tal vez el “On the edge” de Bella Morte, que en un inglés despellejado e hipnótico les gruñe que “algo se rompe en su interior, mientras algo perverso se despierta”. Y ellos sonreirán, extraviados dentro de la música, sin recordar sus propios nombres, olvidando quiénes son bajo la luz del sol; y llevarán el compás con un pie y cabecearán levemente en una suerte de baile que no lo es, una especie de danza de muertos, una fase más en esa litúrgica celebración de la tristeza. Cuando salgan intuirán ya las primeras luces del alba, el amanecer aún apenas esbozado pero amenazante tras los altos edificios. Y aprovecharán un portal solitario, el hueco entre dos coches, los últimos retazos de oscuridad, para arrimarse a otro cuerpo pálido, tibio y hospitalario, en el que calmar esa otra sed, que es tan vampírica como adolescente, libando de un cuello tan inmaculado y tan perversamente inocente como sus propios labios de niños malditos, sintiendo que por fin están en casa, que están donde nada malo puede ocurrirles.

En este rato la plaza se ha ido vaciando. Los tenderetes parecen ahora una especie de desguace. Han desmontado también la pérgola donde se han celebrado las conferencias y lecturas que no he visto. Las piezas metálicas se amontonan en el suelo como los restos de un mecano gigantesco. Como si la literatura yaciera panza arriba, con las tripas fuera, después de que un montón de apóstoles de las letras se hayan dedicado durante casi veinte días a analizarla, deconstruirla y sodomizarla. Habrá que pensar en irse a casa. Quizá antes me compre la Rolling Stone de este mes y le eche un vistazo mientras me tomo una cerveza por aquí cerca, más que nada por no dar la tarde por perdida. Me pongo de pie y bajando los peldaños me encamino hacia el quiosco. Alguien grita algo a mi espalda y cuando me giro veo a una de las chicas, a la que le dejé el bolígrafo, que corre hacia mí mientras el resto del grupo la espera unos metros más allá.

- ¡Tu boli! – dice entre jadeos cuando llega hasta donde estoy – Se me había olvidado.

- No te preocupes, yo tampoco me acordaba – respondo y lo devuelvo a la mochila.

- Me gusta tu chaqueta – dice entonces - ¿De dónde es?

La pregunta me ha pillado un poco fuera de juego. Por supuesto la chaqueta a la que se refiere es la de cuero negro, vieja y raída, con más historia de la que yo puedo contar, porque no siempre fue mía.

- De “El trastero”– digo, después de vencer mi inicial desconcierto -. Una tienda de segunda mano que había ahí, detrás de El Salvador.

- Es chula.

- Sí, está bien.

Por un momento me parece que va a decir algo de lo que al final se arrepiente. “Bueno. Gracias por el boli” dice finalmente.

- De nada.

Sonríe y vuelve en un par de brincos con los otros cuatro. Reanudan su camino despacio, caracoleando distraídos entre los hierros, los paléts de libros y los reflejos de ámbar que la luz de las farolas va abandonando dentro de los charcos. No parecen tener prisa por llegar a ninguna parte. Tienen toda la eternidad. Cinco cachorros lunáticos, hermosos y delicados, deliciosamente enfermos de extravagancia. Niños Perdidos, buscando el pasadizo secreto al País de Nunca Jamás en el incierto laberinto de la noche.

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2 comentarios

Anónimo  

Una tarde moviditahelite aunque las sombras acompañen a estas tribus... Nosotros quizás seamos las suyas Anna

4 de abril de 2011, 20:51
Pepa  

Me has transportado a la Plaza Nueva mientras leía, como si hubiera estado allí contigo sentada en el escalón. Una descripción muy buena de las chicas, el ambiente, el clima...Sigue escribiendo para poder seguir leyéndote. Gracias.

17 de abril de 2011, 15:44

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