Va muy contenta. Se le nota en los ojos, marrones y grandes, en los que puede verse la satisfacción que le ha producido esa invitación. La llamada de la amiga un viernes por la noche, simplemente para hablar y tomar algo. Ha salido como estaba, como fue esta mañana al instituto. Recuerda que es por eso por lo que le gustan los viernes, porque no se siembran expectativas, porque no hay que preparar nada. Todo viene regalado, de más, algo que no se esperaba y llega. No iba a salir y ahora ya está en la calle, puesta en el sendero, camino del buzón. Va muy guapa, a pesar del desaliño, pero ella no lo sabe. Bajo un fino abrigo que no hace honor a su nombre lleva un pantalón negro ancho, con muchos bolsillos, y un jersey de colores de franjas verticales, tejido por su madre con todos los restos de lana que ha ido encontrando por la casa. Es algo largo, lo justo para que le tape el culo. La veo caminando tan segura de que el sendero la llevará sin esfuerzo a su lugar de destino, que dirige sus ojos a pensamientos lejanos y su mente a conversaciones internas, mientras que sus manos juegan en los bolsillos del abrigo con los restos minúsculos que una bolsa de kikos dejó escapar esa mañana.
Ha cruzado ya el barrio blanco, el de las criadas con uniforme y niños que no van a los colegios públicos de los alrededores, cuando aparece ante ella la moderna parroquia de formas cuadradas y sencillas. Ésta es la parte del trayecto que más le gusta porque es donde comienza el olor a dama de noche. Aminora la marcha. Sabe que su amiga llegará tarde, como siempre, igual que sabe que jamás se lo reprochará. La veo sentarse en un banco blanco de madera, echar hacia atrás la cabeza y observar el cielo estrellado. Varios transeúntes pasean a sus perros por los alrededores del polideportivo, gente anónima que comparte con ella el olor de la dama de noche y el brillo de las estrellas. Sabe que cuando llegue al buzón tendrá que esperar algunos minutos más. Comprarán cigarrillos en el kiosco y se sentarán en un banco. Rastrea los bolsillos del pantalón para descubrir con satisfacción unas monedas con las que tomar alguna cerveza. Se levanta y continúa su camino. Al llegar a la avenida, llena de alegría y de vida, parece que el reloj hubiera retrocedido algunas horas. Se multiplican allí las luces y las gentes. La miro detenidamente y sé que está pensando en cuánto le gustó esa película que pusieron anoche en televisión, y en que no puede olvidar comentárselo a Elisa, por si ella no la vio. Es lo más probable, que no la viera, porque ahora se está leyendo El amor en los tiempos del cólera, y seguro que no pudo parar de leer. Le hace mucha gracia cuando la ve con esta novela. La deja sobre la mesa, abierta, y de vez en cuando levanta la cabeza, se quita las gafas y suspira. Entonces empieza a contar lo maravillosa que es y cuánto ama Florentino Ariza a Fermina Daza. Ella, que aún no la ha leído, se alegra mucho por su amiga, pero le fastidia que a los de ciencias les hayan puesto esta lectura de amor y que ella, de letras, esté nadando en los suburbios de chabolas de Madrid con Tiempo de silencio. Ahora está sonriendo y levanta el brazo para devolver el saludo a Elisa, que viene bajando por la calle de enfrente, la que desemboca en la acera opuesta de la avenida. Camina sonriente, con su larga melena y con su inconfundible vitalidad en el rostro. Cruza la carretera y las dos amigas, a pesar de que hace tan sólo unas horas que se separaron, se funden un abrazo.
- Que dice Isabel que viene, que si nos pasamos por el kiosco y esperamos un momentito a que cierre nos tomamos las tres unas cervecitas juntas. Podemos ir al bar de la alemana.
- Por mí genial. Ni siquiera pensaba salir.
Las veo caminando divertidas y joviales. Felices. Moviendo las manos finas, infantiles aún, al compás de los movimientos del cuerpo y de las palabras que fluyen atropelladamente queriendo salir con impaciencia. Miro cómo se abren paso entre la gente, confundidas sus voces con el ruido de los coches y el murmullo anónimo de la ciudad. Se alejan por la ancha avenida iluminada por luces amarillas, ajenas al mundo, a los problemas, a los transeúntes… Ajenas a mí.