BAILE DE MÁSCARAS
Sentado en un rincón de la cafetería, junto a las cristaleras que dan a la calle, observo el trasiego de personas por Jesús del Gran Poder y la cercana Plaza de La Concordia. Caminan presurosos, intentando hacerse pequeños dentro de los abrigos. Huyendo de este sol de invierno que colorea tímidamente las calles pero que no llega ni a entibiar los huesos. Una furgoneta se encarama en la acera, a mi altura, oscureciendo momentáneamente la luz del exterior. Reflejado en el cristal aparece ahora alguien que me resulta familiar. Es mi propio rostro el que me mira. Parezco cansado. Quizá el reflejo ya lleve rato ahí y simplemente no me haya reconocido. Tengo que hacer algunas compras y me he venido al centro desde el trabajo, sin pasar por casa. La camisa azul claro, abotonada, por dentro de los vaqueros, el cuarteado cinturón negro...Un aspecto medianamente civilizado bajo el que se diría que lucha por salir mi habitual desaliño. Ojalá estuviera en casa y pudiera desprenderme de esta especie de uniforme, ponerme una camiseta y las viejas New Balance. Un montón de pensamientos, a medio cuajar, algunos bastante desconcertantes, se agolpan en mi mente, sin que pueda de momento precisar adónde me lleva cada uno. Pienso en Darwin, en la evolución. No sobrevive el animal más fuerte, sino el que mejor se adapta al medio. Antes de que pueda revolcarme más en el filosófico charco en el que me estoy metiendo, la furgoneta se marcha. Mi ojeroso rostro se borra del cristal y en la ventana aparece de nuevo la fachada de la iglesia de San Hermenegildo, la bulliciosa plaza, y más allá adivino el arranque de la calle Cardenal Espínola, con la tienda de instrumentos musicales haciendo esquina con La Gavidia. Mi mirada no es casual. Al hilo de mis pensamientos, me ha venido el recuerdo de otra tarde de hace ya algunos, bastantes, años.
Aquel día Jose y yo habíamos tapeado por esta misma zona, creo que en el patio de San Eloy. Hacíamos tiempo hasta que abriera esa tienda. En aquellos días estábamos con el proyecto de nuestro segundo grupo, “Mala Hierba”. Había algunas canciones escritas, llevábamos un tiempo ensayando, habíamos hablado un par de veces con el estudio en el que finalmente grabaríamos la maqueta...En fin, nuestra vida giraba entonces en torno a aquello. En aquella ocasión Jose había decidido darse un capricho y le había echado el ojo a una Ibanez, la RG 470.
Entramos en la tienda y empezamos a ojear los expositores verticales. De muy distinta manera, la verdad. No soy completamente ajeno a ese mundo, nuestro primer grupo lo montamos cuando yo tenía diecisiete años y Jose apenas quince, así que estoy familiarizado con toda la parafernalia. Pero mi fascinación por las guitarras, los bajos y los amplificadores se reduce a un conocimiento superficial, práctico, y más allá de eso a una cuestión puramente estética o ideológica, se podría decir. Todos aquellos, más allá de su valor como objetos, son símbolos de una cultura y una actitud íntimamente relacionadas con lo que ha sido mi educación sentimental. Pero Jose a todo eso suma su conocimiento profundo y su virtuosismo como guitarrista. Para él, entrar en esos sitios es como si un experto en arte clásico fuera a Venecia y pudiera traerse a casa una de las columnas de la Plaza de San Marcos. Estaba en éxtasis. Después de buscar durante unos minutos se detuvo delante de una de las perchas y haciéndome un gesto con la mano dijo:
-Ahí está.
La guitarra rondaría lo que ahora serían mil euros, así que al dependiente le faltó tiempo para descolgarla y franquearnos el paso hasta la pecera, una especie de cuarto insonorizado que estos establecimientos tienen en la trastienda, donde te puedes encerrar a probar la mercancía. El dependiente debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años, mal llevados. Tenía una melena despeinada y rala que ya empezaba a ausentarse en la parte frontal. Llevaba unas gafas con montura de pasta negra, detrás de cuyos cristales apenas se adivinaban dos ojillos que parecían dos marcas de uñas en una pastilla de jabón y una camiseta con publicidad de la tienda encima de una interior de manga larga. Conectó la guitarra al amplificador y retocó algunos controles de éste, dejando sonar un acorde de vez en cuando para ver qué tal iba. Cuando juzgó que estaba para tocar, se sentó en el amplificador y, como quien no le da demasiada importancia a la cosa, enganchó un par de escalas de blues, muy resultonas, mientras respondía a no recuerdo qué consulta de Jose. Éste, por hablar de algo más que nada, le preguntó entonces:
- ¿Y al rock no le pegas?
El dependiente lo miró esbozando una sonrisa de suficiencia, y luego dijo:
- El rock es para niñatos - y lo apostilló con un gesto de la mano que sujetaba la púa, como si desechara la idea apartándola lejos de donde estábamos.
No sé cuántas veces había usado ese mismo comentario, ni cómo le resultaba con el resto de los clientes. Supongo que pretendía que esa pose de estar de vuelta contuviera un mensaje claro, algo así como "Sí, bueno, chaval, el rock está bien para cuando empiezas, pero a un tío como yo le sabe a poco. Para mí es ya hora de ir a las raíces del asunto. Al punto cero. Las formas puras. Whisky sin soda, sin hielo, sin piedad. Missisippi, Memphis, Nueva Orleans. Si quieres hablamos de vibrato, de slide, de Robert Johnson...pero no me hables de rock a estas alturas."
Independientemente de cómo me sentara el comentario, debo decir que había dicho una soberana tontería. Hablar del rock - uno de los más longevos y populares movimientos artísticos contemporáneos - como si se refiriera a las Papá Levante es, según se mire, poco menos que un sacrilegio. Sin contar que lo que él despreciaba tan a la ligera era algo que había dado sentido a mi vida durante la ya por aquel entonces lejana adolescencia, y que luego ha seguido llenando mis días con algunos de los momentos más intensos y felices que recuerdo. Aun así, no es que me dieran ganas de prenderle fuego a la tienda, allá cada uno con sus tonterías, pero no me pude resistir a contestarle algo:
- ¿Ah, sí? - dije. Le sostuve la mirada y me quedé esperando, a ver si aquel joven aunque sin duda avezado émulo de John Lee Hooker quería buscarme las cosquillas por algún sitio, o al menos razonar, ampliar o matizar su argumento. Se limitó a ruborizarse, se levantó del amplificador donde estaba sentado y le pasó la guitarra a Jose.
- Bueno, os dejo un rato para que la probéis. No hay prisa - dijo, sin volver a mirarnos.
Y después fuese, y no hubo nada, que diría Don Miguel.
Jose compró esa guitarra, y amortizó hasta el último euro, de eso doy fe. Esa es otra historia. En esta tarde fría, mientras observo la calle desde la desierta cafetería del Hotel América, el recuerdo me lleva por otros derroteros, a una noche, apenas un mes después de la tarde en la tienda. Carlos y yo dábamos un vuelta por los bares del Megaocio, que aquel fin de semana celebraba una especie de aniversario. Había un programa de actuaciones de diverso pelaje en el pequeño escenario que hay en el centro del recinto. Recuerdo un pasacalles más bien tristón, un mago, un grupo de percusión brasileño y un tío canijo disfrazado como la mascota del centro comercial, el Capitán Megaocio: mallas y camiseta de lycra blancas, botas de esquiador, un casco de motorista pintado de azul...No sé qué papel le habrían asignado los organizadores, pero lo cierto es que la mayor parte de la noche se la pasó con el casco quitado, de cervezas en los veladores de por allí, matando el rato de charla con algún amigo que supongo que habría ido a verle para hacerle más llevadero el papelón de ese fin de semana. Hacía bastante frío, pero habíamos decidido esperar por allí porque llevábamos un rato viendo a un par de melenudos montando algunos amplificadores en el escenario, y supusimos con razón que iba a tocar algún grupo. Una media hora después empezaron a llegar los músicos, con los pesados estuches rígidos de las guitarras a la espalda y los abrigos hasta las orejas, a pesar de lo cual pude reconocer en uno de ellos a mi amigo el dependiente purista, el talibán del blues.
"Anda, mira - me dije - . Habrá que quedarse. Todo sea por aprender algo."
El grupo estuvo probando sonido unos veinte minutos, durante los cuales Carlos y yo estuvimos tomando algo en el interior del pub irlandés que queda justo detrás del escenario, y aproveché para contarle mi anterior encuentro con el dependiente. Salimos al exterior cuando oímos que comenzaba el concierto. No había demasiada gente, pero los pocos que estaban se fueron acercando. El grupo más nutrido era una pandilla de diez o quince adolescentes, chicos y chicas, que parecían más interesados en echarse unas risas que en lo que fuera a suceder en el escenario. Nosotros nos instalamos en una mesa a unos tres metros, sin nadie delante, bien abrigados, algo achispados y con un par de Paulaners de medio litro. A gusto como dos benditos.No recuerdo cómo se llamaba el grupo, pero sí que abrieron con "Clavado en un bar" de Maná. Cantaba mi amigo el vendedor, que además tocaba la rítmica. Sonaban muy bien. Eran buenos y, trabajando donde trabajaba uno de ellos, seguro que el equipo - alquilado o propio - era de lo mejorcito. En cuanto al repertorio, no lo recuerdo entero, claro, pero hicieron entre otras "I want to break free" de Queen, "Hace calor" de Los Rodríguez y "Carolina" de M-Clan. Todo muy digno, por supuesto. Pero de blues ni rastro. Acordes con séptima, los justitos. La pandilla de chavales, en pleno festival de hormonas, de vez en cuando les pedía cualquier chorrada: La Oreja de Van Gogh, El canto del Loco y hasta una de Merche, creo recordar. El cantante, muy en su papel de perdonavidas, se limitaba a sonreír y a cabecear en plan "...estos chavales..." No se lo reprocho porque es más o menos lo mismo que pensaba yo. Luego se ajustaba sus gafas de Buddy Holly y atacaba el siguiente tema.
Al cabo de una media hora dijo que iban a descansar, pero que daban otro pase en diez minutos. Aproveché para ir a saludarlo. Me acerqué hasta donde estaban y le tendí la mano:
- Eh, ¿Te acuerdas de mí? - le dije.
- Sí, sí - contestó rápidamente - Te he visto desde arriba, ahí en primera fila. ¿Cómo va la Ibanez? - añadió esto último tras guardar silencio unos instantes.
- Bien, bien. Mi amigo está muy contento con ella.
- Me alegro.
- Está sonando muy bien - le dije entonces - . Y tenéis un repertorio muy apañado.
- Menos mal, porque los cabroncetes esos - dijo señalando con un gesto de la cabeza a la pandilla, que ahora se había dispersado un poco y andaba por las cercanías, con refrescos del Mc Donald's y cosas así - no dejan de pedirnos tonterías.
De aquello hará unos diez años. Me gustaría contar que aproveché entonces para darle un toque, ponerlo en su sitio. Pero no sucedió así. Algo en sus maneras, en la visible incomodidad con que me hurtaba la mirada, me dijo que él también recordaba los detalles de nuestro anterior encuentro, su desafortunado comentario, y que por lo tanto no hacía falta añadir nada. Lo que hice fue volverle a ofrecer la mano y decirle "Bueno, tío. Te dejo que descanses. Estaré por aquí.”
Mientras recuerdo todo esto, el café se ha quedado frío. Me levanto sin apurarlo. Observo de nuevo mi rostro en el cristal. Las ojeras oscuras, que en los peores días recuerdan a las del cadáver de un notario, enmarcando unos ojos cansados de cuestionar todo lo que no comparto de ese mundo tan ajeno en el que me gano la vida. Me pongo el abrigo. Le pago en la barra al único camarero, y mientras salgo de allí pienso que lo que aquella tarde del concierto interpreté como indulgencia por mi parte, no es en realidad una virtud. Es una virtud interesada, en todo caso. Nadie va por ahí mostrando lo que es. Al menos no sin reservas. No sin máscaras. Unas veces la razón es pasar desapercibido, camuflarse en la multitud. De nuevo el pensamiento me lleva a lugares extraños. Ulises, Polifemo. Mi nombre es Nadie. Otras veces la razón es justamente la contraria. Huyendo del aburrimiento de nosotros mismos o del juicio ajeno, construimos a nuestro alrededor esa elaborada ceremonia, la de la otredad, escondiendo aquello que nos iguala a los demás, que nos vulgariza, y potenciando aquello que nos distingue: El vestido de fiesta que nadie más llevará, la película iraní que nadie más soportó o ese bar de copas perdido al fondo de un callejón inmundo y al que te gusta ir sólo para contarlo el lunes en el trabajo. Cualquier cosa que muestre la versión más brillante de nosotros mismos, la más distinta a esa pulpa gris que atesta las calles, los bares, las tiendas y los telediarios: La gente.

Estoy parado en un semáforo, esperando junto a un grupo de ocho o diez personas. Al otro lado de la calle, en el escaparate de una tienda vuelvo a tropezarme con mi persistente reflejo, embutido ahora en el abrigo negro. Decido cruzar por el paso de cebra que hay un poco más arriba y así no tener que esperar. Mientras sorteo transeúntes me da por pensar que quizá mi reflejo no me haya seguido. Que no me ha reconocido al ponerme en marcha. Quizá sigue allí, parado en el cristal, buscando entre la gente del otro lado su razón de ser. Tras unos angustiosos segundos su gesto empieza a desencajarse, presa del desconcierto, a medida que comprende que no es más que un cáscara vacía, piel muerta; Un disfraz sin cuerpo que alguien ha usado para colarse en una fiesta, que para colmo ha resultado ser bastante aburrida.