
Tras el baño, se ha dejado vestir y peinar quieta, como una muñeca, levantando mecánicamente los brazos o las piernas, adelantándose a las posibles órdenes que no llegan a formularse. Ha estado pensando en toda la tarde que le queda por delante, y en la noche. Esa noche de verano de risas e insomnio, de inmensos cielos estrellados que se cuelan por las enormes ventanas del balcón que, abiertas de par en par hasta el amanecer, dejarán entrar las tenues luces amarillas de las farolas que alumbran la plaza. Ha imaginado cómo saldrá a la calle, donde encontrará a las niñas del día anterior, esas con las que jugó al coger, o a otras nuevas más simpáticas. O vendrá Carlos con su bolsa de indios y los pondrán en fila sobre el albero de la plaza. Quizás Francisca, la vecina, la deje pasear su perro. Después, puede que sus tías la lleven un rato al paseo. Es divertido. Se dedican a caminar de arriba a abajo por la calle principal del pueblo. Pueblo arriba, pueblo abajo. Todo el mundo, andando por las aceras, unos en una dirección y otros en otra. Y ella junto a sus tías, jóvenes y risueñas. Más tarde, cuando regresen, se sentarán en la puerta con la abuela y las vecinas quienes, mientras ella dibuja con un palo sobre el albero de la plaza, charlarán con sus tías del paseo y de los novios, de aquellas parejas que se están hablando ahora y de las que rompieron. Y de cómo ella valía más que él y de que eso se veía venir…
Ahora lleva un vestido blanco y su pelo mojado le cae por la espalda y por la frente. Contempla la inmensa plaza, aún más grande ante sus pequeños ojos, de tierra amarilla y con una hermosa cruz justo en el centro. Alguien se acerca por detrás, le besa la cabecita perfumada y le pone en una mano una onza de chocolate que ocupa toda la palma y, en la otra, un trozo de pan. En ese momento cruza la calle Inés, montada en una flamante bicicleta roja y seguida por su angustiada madre que, yogur en mano, va pregonando los sinsabores de tener una niña que no le come. La mirada de Inés es orgullosa y desafiante, y toca repetidamente el claxon, de sonido estridente y repulsivo. Con su onza de chocolate y su pan en las manos y su pelo mojado que le cae por la espalda y por la frente, sentada en el patinillo, solo tiene un deseo: con todo su corazón y con todas sus fuerzas le pide a Dios que Inés se pegue un enorme porrazo e hinque su estúpida cabeza dorada en el albero de la plaza. A cambio está dispuesta a ser correcta y educada, y a no comerse las uñas. Mira ahora sus manos para descubrir sorprendida que ha aferrado con rabia la hermosa onza de chocolate y la ha transformado en una masa amorfa. Las carcajadas de Francisca llaman su atención. Viene hacia ella desafiante y divertida con el cubo en la mano, amenazándola con mojarla si no se levanta rápidamente. Se acerca la noche y hay que regar las puertas, donde se dispondrán las sillas en las que las mujeres pasarán un rato de charla y risas merecidas. Y ella, con su vestidito blanco, acabará dormida sobre algún regazo, bajo el manto estrellado de una cálida noche de verano.
