LA PUERTA ** Reyes Maraver **  

Publicado por: Pandora

Está sentada en la puerta de la calle, en el patinillo, con las piernas flexionadas y rodeadas por sus pequeños bracitos. En la tarde de verano, eterna y calurosa, parece que va a empezar a refrescar, aunque solo lo parece. Puede, tal vez, que sea su pelo, que le cae mojado por la frente y la espalda. Hace un momento la han bañado en un lebrillo, en el patio, junto al limonero. Había contemplado con interés de científico todo el proceso largo y laborioso previo al baño. Empezó a mediodía, justo después de la comida, cuando todo el calor del día cae de golpe sobre las cabezas adormecidas y los estómagos saciados, y empieza ese eterno y silencioso momento de la jornada estival. Su abuela había arrastrado el lebrillo de su lugar habitual en el lavadero a la zona más soleada del patio. Después, con movimientos rápidos y decididos, lo había llenado con el agua del pozo, dando varios portes, con un cubo metálico abollado por diferentes partes. Es una mujer grande y gruesa, anciana desde siempre, al menos para la pequeña. Se mueve ágil y enérgica, aunque ese movimiento pendular que hace al caminar refrena un poco su tarea. Lleva el cabello rizado peinado hacia atrás y recogido con horquillas a la altura de la nuca. La indumentaria austera, de oscuros tonos, se compone de una falda y un jersey, parcialmente ocultos por un enorme delantal gris con grandes bolsillos que guardan alfileres y caramelos. Una vez lleno de agua, deja el lebrillo toda la siesta al sol. En el agua limpia juegan los colores de la tarde haciendo imposibles cabriolas. Una avispa engañada por la belleza de los reflejos ha terminado ahogada. La niña se niega a bañarse hasta que el infeliz insecto sea extraído del lebrillo.


Tras el baño, se ha dejado vestir y peinar quieta, como una muñeca, levantando mecánicamente los brazos o las piernas, adelantándose a las posibles órdenes que no llegan a formularse. Ha estado pensando en toda la tarde que le queda por delante, y en la noche. Esa noche de verano de risas e insomnio, de inmensos cielos estrellados que se cuelan por las enormes ventanas del balcón que, abiertas de par en par hasta el amanecer, dejarán entrar las tenues luces amarillas de las farolas que alumbran la plaza. Ha imaginado cómo saldrá a la calle, donde encontrará a las niñas del día anterior, esas con las que jugó al coger, o a otras nuevas más simpáticas. O vendrá Carlos con su bolsa de indios y los pondrán en fila sobre el albero de la plaza. Quizás Francisca, la vecina, la deje pasear su perro. Después, puede que sus tías la lleven un rato al paseo. Es divertido. Se dedican a caminar de arriba a abajo por la calle principal del pueblo. Pueblo arriba, pueblo abajo. Todo el mundo, andando por las aceras, unos en una dirección y otros en otra. Y ella junto a sus tías, jóvenes y risueñas. Más tarde, cuando regresen, se sentarán en la puerta con la abuela y las vecinas quienes, mientras ella dibuja con un palo sobre el albero de la plaza, charlarán con sus tías del paseo y de los novios, de aquellas parejas que se están hablando ahora y de las que rompieron. Y de cómo ella valía más que él y de que eso se veía venir…


Ahora lleva un vestido blanco y su pelo mojado le cae por la espalda y por la frente. Contempla la inmensa plaza, aún más grande ante sus pequeños ojos, de tierra amarilla y con una hermosa cruz justo en el centro. Alguien se acerca por detrás, le besa la cabecita perfumada y le pone en una mano una onza de chocolate que ocupa toda la palma y, en la otra, un trozo de pan. En ese momento cruza la calle Inés, montada en una flamante bicicleta roja y seguida por su angustiada madre que, yogur en mano, va pregonando los sinsabores de tener una niña que no le come. La mirada de Inés es orgullosa y desafiante, y toca repetidamente el claxon, de sonido estridente y repulsivo. Con su onza de chocolate y su pan en las manos y su pelo mojado que le cae por la espalda y por la frente, sentada en el patinillo, solo tiene un deseo: con todo su corazón y con todas sus fuerzas le pide a Dios que Inés se pegue un enorme porrazo e hinque su estúpida cabeza dorada en el albero de la plaza. A cambio está dispuesta a ser correcta y educada, y a no comerse las uñas. Mira ahora sus manos para descubrir sorprendida que ha aferrado con rabia la hermosa onza de chocolate y la ha transformado en una masa amorfa. Las carcajadas de Francisca llaman su atención. Viene hacia ella desafiante y divertida con el cubo en la mano, amenazándola con mojarla si no se levanta rápidamente. Se acerca la noche y hay que regar las puertas, donde se dispondrán las sillas en las que las mujeres pasarán un rato de charla y risas merecidas. Y ella, con su vestidito blanco, acabará dormida sobre algún regazo, bajo el manto estrellado de una cálida noche de verano.

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5 comentarios

Anónimo  

He tenido una sensación muy bonita al leer este texto Reyes. Me ha recordado al lugar en el que viví unos años cuando era pequeña y sus tradiciones. Y tengo que decir que soy muy joven y el tiempo y el lugar que describes parece muy remoto.
Enhorabuena!
May

4 de febrero de 2011, 17:42
Reyes  

¡Y tan remoto! Pues sí, no hace tanto (al menos eso me parece a mí, claro) se bañaba a los niños en verano en los lebrillos, algo más duros que las piscinas de imaginarium, pero igual de eficaces. Me alegro mucho de que te haya gustado y agradezco sinceramente tu comentario.

4 de febrero de 2011, 22:45
Anónimo  

Siempre es un verdadero placer leer tus relatos,aunque sean de antaño.Entonces habia más tiempo para todo y menos para el estres anna

7 de febrero de 2011, 20:12

Pues sí, no hace tanto que se podían ver esas situaciones y esa forma de vida a nuestro alrededor. Esas situaciones y esa forma de vida que tan bien describes. Enhorabuena.

13 de febrero de 2011, 13:43

Me ha conmovido la ternura y (¿añoranza?), que refleja tu cuento, Reyes, pero sobre todo me ha gustado el estilo narrativo y la poesía que desprende. Enhorabuena.
Besitos, Julio

17 de febrero de 2011, 1:36

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