CUENTOS DESDE LA APATÍA ** Bruno Castillo ** Relato por entregas  

Publicado por: Pandora

¿QUIÉN LE CANTARÁ A MI NIÑO? (3ª y última parte)

Cuando mi vista se había adaptado del todo a la escasa pero suficiente luz imperante observé que en el enlosado anterior al pozo había una plancha distinta al resto. Ocupaba el espacio de cuatro losas y estaba distinguida con el dibujo de una estrella bicolor que emergía del centro y tocaba con sus puntas los límites del cuadrado: “La estrella que el sol alumbra”- pensé. A mi derecha un pastor alemán ladraba con furia desde una terraza interior. Me acerqué a la estrella y me arrodillé junto a ella. Saqué de mi bolsillo trasero las llaves de mi casa y empecé con una de ellas a extraer la arenilla que cubría las grietas que la bordeaban. Luego empecé a hacer palanca con otra de mis llaves que creí menos necesaria y, por tanto, más susceptible de ser utilizada para forzar el azulejo. El perro seguía ladrando con insistencia, con ladridos cortos y secos de furia, como si me preguntara “¡Quién eres tú y qué coño estás haciendo ahí!”. Seguí forzando la losa con prisa lenta mientras los reproches caninos resonaban con fuerza en el eco de la silenciosa noche. El azulejo empezó a ceder y eso me animó a seguir intentándolo con más ahínco. Después de algunos interminables minutos marcados por la irregular sinfonía de ladridos y tres llaves dobladas conseguí levantar la piedra y aspiré asqueado el tufo que emanaba del interior. Lo primero que se veía era un taco de madera que hacía las veces de soporte para la losa y que estaba cubierto de tela de araña, polvo, gusanos y una áspera capa de líquido negro y reseco que desprendía un hedor insoportable. Me quité la camiseta, la rasgué en dos mitades y me coloqué una de ellas alrededor de la boca anudada por detrás a modo de mascarilla, con la que pretendía amortiguar tremendo hircismo. Cubrí mis manos con el retazo de camiseta sobrante y retiré el taco con más repulsión que cuidado. Me había acostumbrado a los insistentes ladridos de mi vigilante. Pude distinguir una pequeña caja al fondo del pestilente hueco. La extraje. Era una caja de metal bastante oxidada que conservaba sin apenas color la etiqueta con la marca y los dibujos de las pastas que en otro tiempo debió contener. Me costó abrirla bastante más de lo que imaginé. Dentro había un folio amarillento y doblado, liado en un trozo de tela roja. El can seguía con su desacompasado sermón. Desdoblé la hoja y leí:

“A Mayor Gloria de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un único Dios verdadero:

Bajo esta estrella descansa el cuerpo sin vida del pequeño Salvador Campanall Fernández, a quien la fiebre arrancó de mis brazos para llevarlo junto a Nuestro Señor Jesucristo y junto a su venerable padre, don Salvador Campanall y Moguer, que entregó su vida por Dios y por España.

Que el Todopoderoso les bendiga y la Virgen Santísima de las Nieves les proteja. Amén”

¡Cielo Santo! En ese instante comprendí que nada de lo que me había pasado en las últimas horas fue casualidad. Mis sueños, la carta de la biblioteca, la casa... alguien quería que estuviera allí, que encontrara aquella cajita, pero ¿quién, y por qué yo? No lo entendía. Pero estaba dispuesto a llegar hasta el final.

No acabaron ahí mis dudas. Cómo es posible que nadie hubiera encontrado esto antes. Cómo es posible que durante décadas se le diera más crédito a un rumor infundado que a la realidad. Sólo se me ocurre que semejante disparate hubiera sido obra de alguna campaña de desprestigio ideada por algún enemigo del señor Campanall o de la propia doña Rosa, que, sin duda, debían pertenecer a la clase alta y, casi por añadidura, franquista de la sociedad benacazonera, por lo que no es de extrañar que algunos vecinos menos afortunados guardasen ciertas rencillas con la familia. Aun así, no me cabía en la cabeza. Aquella señora había sufrido la desgracia de perder a su marido y a su hijo pequeño en poco tiempo y alguien entendió que aquello no era suficiente castigo, por lo que debió pensar que además merecía la condena popular de las habladurías y los chismorreos. Claro que también es probable que la macabra historia que se contaba sobre doña Rosa no fuese fruto de una venganza planeada, sino de un desafortunado incidente o error en la siempre frágil transmisión oral de los hechos.

Mi amigo alemán seguía, cada vez con menos ímpetu, ladrando desde la balconada interna del vecino. De repente un destello desvió mi atención del interior del agujero, en el que distinguí levemente una caja de color marfil de mayor tamaño que la anterior y que enseguida asocié con un osario de pequeñas dimensiones. Se había encendido una luz que se reflejaba en la puerta de acceso al lugar donde estaba el perro. La puerta se abrió y vi asomarse a una chica joven en camisón que en un primer momento se dirigió al chucho para acariciarlo y tranquilizarlo, gesto que el cánido agradeció con un alegre balanceo de su cola. La joven miró hacia donde yo estaba, advirtiendo enseguida mi presencia –aunque ahora sé con seguridad que no pudo distinguir mi cara- y corrió apresurada al interior de la casa. Me puse muy nervioso. Debía darme prisa. Dejé la caja de metal abierta al lado del foso, con la nota manuscrita en su interior. Levanté con torpeza los 110 kilos de mi informe corpulencia y salí de nuevo a la calle por la puerta de atrás de la casa dejándola abierta, no sin antes tomar del suelo los retazos de mi camiseta y entrar de nuevo al salón para recoger la foto de la chimenea y guardármela en el bolsillo del pantalón. Salir por El Cortinal me pareció una buena idea. Aquella es, casi en su totalidad, una calle de cocheras, postigos y puertas traseras, por lo que deduje que por allí era más seguro huir sin que nadie me reconociese.

Corrí por calles adyacentes sin ningún orden y, cuando supuse que ya estaba a salvo, me paré, anduve despacio hasta un contenedor de basura y arrojé los trozos de camiseta mientras me afanaba en recuperar el pulso y templar mis nervios. De lejos oí acercarse las sirenas de la policía y vi encenderse las luces en las ventanas de vecinos alarmados por el estruendoso silbar del vehículo de la autoridad.

La noche fue larga. No pude dormir. Me quedé en la cama boca arriba, con los pantalones y los zapatos puestos y sin destapar las sábanas. Imaginé que la policía golpearía de un momento a otro la puerta de mi casa. Pero no fue así. Lo único que faltaba en el lugar era un retrato. Todo estaba en orden y tranquilo. No había armarios ni cofres abiertos y tampoco aquel sitio tenía cosas de valor. Caso cerrado.

A la mañana siguiente no se hablaba de otra cosa: la policía había encontrado un osario con los restos del niño pequeño de doña Rosa y una carta en la que la madre decía que había muerto por malaria. Ya todos ustedes, al igual que un servidor, saben que la cosa no fue del todo así, pero al menos me tranquilizó saber que mi esfuerzo sirvió para que la leyenda negra sobre aquella mujer dejara de existir y su destrozada e indecorosa reputación cambiase para siempre.

Estaba rodeado de un verde prado que se perdía en el infinito. En el centro, un naranjo. Una suave y cálida brisa acompañaba mi lento caminar. De lejos se oía una risa contagiosa. Era la risa de un niño pequeño. Me acerqué. El risueño sonido se intensificaba por momentos. Me paré cuando pude distinguirlos. Los conocía. Conocía sus rostros y sus ropas. Ella estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el árbol sosteniendo al pequeño entre sus brazos. Ambos sonreían. Me miraron. Les devolví gustoso la mirada y la sonrisa. Se respiraba paz, mucha paz en aquel sitio. Respiré hondo, muy hondo y expulsé el aire de golpe. Ella miró al bebé, luego me miró de nuevo. Sonrío y dijo: “Gracias”.

Esta historia es real. Ocurrió hace ahora cuatro años, aunque la he escrito con suficientes cambios de nombres, fechas y lugares como para que nadie pueda averiguar mi identidad. Sí, señores, sí. Yo fui quien le devolvió el prestigio a la pobre doña Rosa.

El día que me enfrenté a mis temores, el día que me esforcé en hacer algo por un semejante al que no conocía –aunque supongo que mi principal interés fue exclusivamente personal - el de calmar mi curiosidad-, recuperé el honor perdido de una desaparecida mujer y ella, a cambio, me devolvió la fe en la vida y en mis, hasta entonces, casi despreciados e infravalorados congéneres.

Si el final de una historia es el principio de otra, conmigo la cosa no iba a cambiar. De hecho, nada volvió a ser igual en mi vida desde aquella noche. Nuevamente se cumplen, en mi de manera casi literal, aquellas palabras de Chesterton: “Por alguna extraña razón, el hombre tiene que plantar siempre sus frutales en un cementerio”. Ahora trabajo como celador en un hospital público de la capital. Sigo viviendo en Benacazón. Al presente peso bastantes kilos menos y mi aspecto –modestia aparte- ha mejorado muchísimo. Me casé con la mujer más maravillosa del mundo, la única que conoce mi secreto y que me ha dado más días de felicidad de los que jamás le podré recompensar.

A mi derecha, doña Rosa y el pequeño Salvador me acompañan desde la imagen fotografiada que ha inspirado estas líneas. Después de todo, ¿cuánta gente puede decir que tiene una foto de los protagonistas de sus sueños?

Sigo sin saber si toda la vida es fruto del azar o si tenemos un camino trazado de antemano. Sigo sin saber qué hubiera sido de mí si no hubiese encontrado aquel sobre en la biblioteca. Es más, qué hubiera sido de mí si en lugar de decidirme a buscar la información que me pidió mi hermano para su trabajo de filosofía, hubiese resuelto volver al bar de Lolo a emborracharme o a mi casa para seguir durmiendo. Nunca lo sabré. Sea como fuere, lo cierto es que ahora soy feliz –antes sólo creía serlo a ratos- y que desde hoy mi historia deja de ser mía para formar parte del papel, de la literatura, de la imaginación de los lectores. A veces pienso que todo lo que nos rodea no es más que eso: una historia que alguien escribe sobre cada uno de nosotros. Que no dejamos de ser personajes que fluyen de la imaginación de un escritor que juega a regalarnos alegrías y tristezas, miedos y esperanzas, mientras se afana en buscar un digno final al cuento de nuestra existencia.

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3 comentarios

Me ha gustado mucho tu historia, sobre todo porque en ella se mezclaba la incertidumbre de un relato de intriga con la contextualización en nuestro entorno más cercano. Y eso hace plantearse otras dudas y otras posibles soluciones. Enhorabuena. Espero leer pronto tu siguiente colaboración.
Un saludo.

13 de febrero de 2011, 14:06

Extraña y, a la vez, mágica historia magistralmente escrita, con una sensibilidad que hace que el lector siga ansioso el relato y se quede con ganas de continuar.
Felicidades, Bruno.
Saludos, Julio

17 de febrero de 2011, 1:52
Anónimo  

MUCHÍSIMAS GRACIAS POR VUETROS COMENTARIOS. ME ALAGAN Y ABRUMAN. LA VERDAD ES QUE ASÍ DA GUSTO ESCRIBIR.

ESPERO QUE PRONTO PUEDA PREPARAR OTRO CUENTO Y QUE ÉSTE MANTENGA EL NIVEL.

UN SALUDO A TODOS.

BRUNO CASTILLO

17 de febrero de 2011, 10:04

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