FLORES DE PLÁSTICO
Dije el enigma y diré también su palabra:
Siempre las flores vigilaron la muerte [...]
(J.L. Borges)
Hace poco he cambiado de coche. El que he dejado era un Opel Corsa que compré de segunda mano, y que en los cinco años que ha estado conmigo me ha gastado bromas de todo tipo, casi ninguna de las cuales me hizo ni pizca de gracia en su momento. Cuando fui a dejarlo en el concesionario donde compré el nuevo - y a pesar de que nunca creí que guardara por aquel coche nada parecido al cariño - en el momento de entregar las llaves al vendedor sí que sentí una punzada de nostalgia. Más allá del valor material, concepto éste que difícilmente se podría aplicar a aquella vieja tartana, las cosas tienen otro valor, íntimo y particular, exclusivo para sus dueños, porque son portadoras de nuestros recuerdos y quizá un poco de nuestra identidad. Tarde o temprano, las cosas nos abandonan, o nosotros a ellas, y todas – un coche, una vieja camiseta, ese cedé de los Barricada que prestaste y que jamás volvió, una postal perdida...- se llevan algo nuestro cuando nos dejan.
En los días siguientes, de charla con cualquiera, surgían de forma recurrente anécdotas sobre el coche: Cuando quedó bloqueado por otro coche en doble fila durante toda la noche, cuando apareció con un bote de mayonesa amarillenta estrellado sobre el techo, o las innumerables veces que me había dejado tirado sin importarle si iba camino del trabajo, de casa o incluso de vacaciones.
Una de estas veces el coche intervino sólo como actor secundario. Fue hace unos tres años. Circulaba a las diez de la noche por la parte más oscura de la avenida José Galán Merino, conocida también como Camino Viejo de La Algaba, concretamente por ese trozo que va, paralelo al río, desde el pirulo del Alamillo a los primeros bloques de la parte vieja de San Jerónimo. Iba muy justo de hora para llegar al trabajo. Turno de noche. El coche tenía otros planes. Al pasar junto a los hangares abandonados de Renfe hizo uno de esos ruidos extraños que a los entendidos siempre les resultan bastante sintomáticos, pero que para mí sólo son un signo claro de que no entiendo absolutamente nada de mecánica. Me dio tiempo a echarme despacio al arcén, y a maldecir en esperanto un par de veces. Luego el coche se detuvo.
Mal sitio y mala hora. Unos días antes, la policía había desalojado a unos cincuenta rumanos que estaban acampados en el patio abandonado de un colegio, en pleno barrio de San Jerónimo, y éstos se habían instalado en el descampado que hay frente a las dos viejas naves de la Renfe. La parcela está vallada, pero los habitantes del improvisado campamento – unas seis o siete familias, incluyendo diez o quince niños pequeños – pululaban por entre las escombreras, entraban y salían del interior de los gigantescos cobertizos, o se apostaban ocasionalmente en la acera de la avenida. La humedad que subía desde el río licuaba el aire frío de noviembre. Había algunas hogueras, a la luz de las cuales los dos edificios parecían aún más destartalados, y las pintadas con las que los chavales del barrio habían decorado el exterior se deformaban al reflejar la luz cambiante del fuego. Por varios agujeros practicados en la cerca metálica, cuatro o cinco jóvenes empujaban oxidados carritos de supermercado, repletos de hierros retorcidos, restos de ferralla y tableros mordisqueados por la humedad y los golpes.
Después de llamar a la grúa y al trabajo, me quedé allí, esperando en la acera, junto al coche. Tras unos minutos empecé a aburrirme y a sentir frío. Me alejé un poco caminando en dirección al cruce, por la oscura avenida. Unos metros antes de llegar al semáforo vi que junto a éste había un par de figuras, de pie en la mediana que separa ambos sentidos. Estuve mirando durante un par de minutos, sin ver lo que hacían realmente. Un poco por matar el rato seguí caminando con cierta precaución hacia allí.
Eran dos mujeres. Una chica de unos veinte años – vaqueros, zapatillas de deporte y un plumífero que supuse rojo - y una señora de unos cincuenta y muchos, con un vestido que intuí como marrón, y una bufanda anudada al cuello. La joven estaba quieta, sujetando una bolsa en la que hurgaba su acompañante y de la que ésta sacó finalmente una diminuta corona de flores, una corona de difuntos de unos treinta centímetros de diámetro. La joven dejó entonces la bolsa en el suelo y ambas mujeres comenzaron con movimientos coordinados, lentos y metódicos, a fijar la corona al tronco de un árbol próximo al semáforo. Luego, permanecieron muy quietas, con las cabezas gachas. Me pareció que murmuraban. Rezaban, supongo. Unos segundos después, la mayor se llevó una mano a la boca, rozando sus labios, y con la misma mano tocó la corona. Se giró entonces hacia la joven y la envolvió en un abrazo intenso y largo. Luego, comenzaron a recoger.
Como digo, de eso hará unos tres años, y por aquel entonces yo ya llevaba otros tantos trabajando en San Jerónimo y viendo, al pasar día tras día por esa avenida, la pequeña corona de flores, otras similares, renovadas cada cierto tiempo. Uno piensa, es inevitable, durante los segundos que tarda en abrirse el semáforo, en la anónima tragedia que se esconde siempre detrás de un rito así. Pero es un drama sin caras, sin forma, son las cosas que pasan. Que les pasan a los demás. Sin embargo aquella noche, al ver a las dos mujeres, cumpliendo eficazmente tan penosa ceremonia, una de ellas tan joven, - una hermana, una novia...- condenada a vivir tantos años con esa ausencia... no pude evitar proyectarme a mí mismo en su dolor y reparar en esa forma que tiene el tiempo de desgastar esos trozos de cristal que se te rompen dentro, hasta darles una forma más roma, más soportable. Algo con lo que se pueda vivir. Ese proceso no es exactamente el olvido, pero bebe del mismo río que éste.
Sumido en mis propios pensamientos, había seguido caminando hacia donde estaban. Cuando quise darme cuenta estaba demasiado cerca de ellas. Nos separaban tan sólo los cinco o seis metros de anchura que tiene ese sentido de la carretera. La más joven se percató de mi presencia. Se asustó, y eso alarmó también a la mayor. Reprimiendo mi propia sensación de incomodidad, me apresuré a tranquilizarlas:
- Tranquilas. No quería molestar. Es que tengo el coche averiado, ahí, junto a las naves. Siento haberme acercado tanto, ha sido sin darme cuenta.
- No pasa nada, miarma – dijo la mayor, recuperando la compostura - . Es que creímos que... – y señaló con un gesto de la cara hacia el campamento, desde donde llegaban aún los ruidos del trasiego incesante de los carritos metálicos de los rumanos.
Los tres quedamos en silencio. Yo me sentí terriblemente indiscreto. Pensé que había interrumpido una ceremonia que quizá aún no había concluido.
- Mi Antonio. El más chico. Fue con la moto. Hoy habría cumplido veinticuatro.
- Lo siento mucho.
- Gracias, miarma.
De nuevo se instaló entre nosotros un incómodo silencio, hasta que yo murmuré cualquier cosa a modo de despedida, no recuerdo qué, y di un par de pasos en dirección al coche. Oí como las mujeres se decían algo en voz baja, y luego la mayor volvía a dirigirse a mí:
- Muchacho, que mira... que... es mú mal sitio para estar de noche. ¿Has llamado a alguien? Yo vivo ahí – continuó, señalando los primeros bloques de ladrillo visto de la esquina de la calle Alcalá del Río, donde la avenida ya está iluminada – Sube si quieres, llamas por teléfono, y esperas allí.
- No, no, muchas gracias. Ya he llamado y me han dicho que van a tardar un cuarto de hora o así. Prefiero esperar cerca del coche. Gracias de todas formas.
- De nada. Bueno, pues ten cuidaito.
- Buenas noches – dije mientras las veía caminar por la acera, esquivando farolas apagadas, botellas rotas y árboles secos, cuyas ramas se recortaban contra el cielo nocturno como garras crispadas.
Después de esa noche, cada vez que paso por ese lugar (dos veces al día, mal que me pese), me fijo en ese árbol, junto al semáforo. Dos o tres veces al año han seguido sustituyendo la corona. Las primeras veces por otras iguales a sus predecesoras: Pequeñas y casi diría coquetas. Crisantemos, lirios... con esa belleza triste que inevitablemente tiene un objeto así. Una mañana, sin embargo, me fijé desde el coche en que la corona había sido reemplazada por un pequeño ramo, igualmente sujeto al tronco del árbol. Bajé la ventanilla con curiosidad. Era de plástico. Desde mi posición y a la luz amortiguada del amanecer las flores casi parecían naturales, pero se distinguían al final de los tallos las terminaciones en punta con las que se clavan en los tacos de espuma de los maceteros. Luego, el semáforo se puso verde, y yo giré deprisa hacia el barrio, dejando atrás el macabro recordatorio y cierto regusto amargo que me había invadido al contemplarlo.
Desde aquel día, hace más de un año, el ramo siempre es el mismo, apenas cuatro palitos deformes, con cuatro flores descoloridas, abandonadas a su suerte, indefensas ante la intemperie y el tiempo. Al verlo pienso algunas veces en aquellas dos mujeres, y en lo largo, doloroso y cambiante que es el proceso de dejar ir a los muertos. Quizá porque al principio nos resistimos a soltar esa mano que se vuelve niebla, que se hunde en la oscuridad, como si así pudiéramos retenerlos con nosotros. Tal vez porque al principio aún están cerca, o los sentimos cerca. Pero luego, poco a poco, se van marchando de veras. Se alejan. Y, como pasa con los objetos, cuando las personas nos dejan también se llevan algo nuestro: Quizá una cualidad nuestra que sólo ellos veían, aquello que representábamos para ellos. Eso se va. Se pierde con ellos en la noche. Y acumulamos símbolos, ritos y objetos que funcionan como los recibos de esa ausencia, una falta que inevitablemente va quedando reducida a una silla vacía, un millón de momentos vividos en común y cuatro fotos. Algo quebradizo y volátil, que mora en esa habitación vacía del corazón como la sombra de un sueño. Inmersos en la vorágine de nuestra propia existencia, expuestos al inclemente rodillo del tiempo, cada vez se hace más difícil insuflar sangre, un latido, un trasunto de vida en el macilento plástico de los recuerdos.