CUENTOS DESDE LA APATÍA ** Bruno Castillo ** Relato por entregas  

Publicado por: Pandora

¿QUIÉN LE CANTARÁ A MI NIÑO? (1ª parte)

Por los males devastado, dime, dime, te lo imploro.
¿Llegaré jamás a hallar
algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?

“El cuervo”. Edgar Allan Poe.


Al final del camino, a unos cien metros por delante de mí, entre cipreses de acompasada danza, se levantaba majestuoso el Palacio, detrás de unas rejas labradas que se abrieron solas al escuchar mis pasos. Estaba dentro de aquel imponente lugar viéndome sin reconocerme, en un plano cenital de mí mismo que me pareció escalofriante. Avancé por el angosto y largo pasillo, flanqueado de enormes ventanales con finísimas cortinas de seda blanca que me acariciaban el cuerpo a cada paso. El pavoroso escenario se me antojó sacado de alguna de las obras del sin par Poe. A pesar de que allí sólo entraba luz lateral, observé mi sombra alargada que se perdía en la inmensidad de aquel pasadizo. A mi derecha, unos metros por delante, una mecedora de las antiguas, con el respaldo de anea, se movía lentamente dándome la espalda. Me acerqué. Se paró. Superé con paso lento su posición y giré con temor mi cabeza para ver quién estaba allí sentado. Nadie, no había nadie. Seguí avanzando por aquel pasadizo y volví a girarme bruscamente al oír de nuevo el sonido chirriante del balanceo de la mecedora. Un bebé estaba sentado en ella, mirándome fijamente a los ojos, con las manos colocadas sobre cada uno de los brazos de la silla. Su cara era siniestra, una siniestra cara de niño pequeño que me hizo estremecer. De repente, el suelo desapareció bajo mis pies y caí de golpe al vacío hasta rebotar a salvo en mi colchón de todos los días. ¡Hay que joderse con los sueños!

Desperté con el corazón visiblemente excitado y lancé un suspiro que me regaló esa inenarrable sensación de caer sobre uno mismo. No suelo acordarme de mis sueños; al menos hacía mucho tiempo que no me pasaba. Me incorporé y miré aliviado el tremendo desorden de mi habitación. La vida real, mi vida real de siempre había vuelto a rodearme. Terminé de tranquilizarme gracias a un espléndido desperezo con el que estoy casi convencido que logré arañar unos milímetros a mi envergadura. Miré el reloj: las 12:48 horas. No conseguí recordar a qué hora me había acostado la noche antes. Sentía ardor de estómago y un agudo dolor de cabeza. Puñetera resaca... Salí al balcón para ver si conseguía despejarme un poco. Ante mis ojos se abrió una calle iluminada por un sol cegador, tan cegador que para contrarrestar los efectos dañinos de su luz sobre mis pupilas, me vi obligado a ejecutar una mueca imposible con la esperanza de que, en el retorcimiento de mis músculos faciales, encontrara alivio a tan descomunal irradiación. Era una mañana de finales de junio y olía a verano por todas partes. Encendí el primer Chester del día mientras miraba a los obreros que trabajaban acalorados en la casa de enfrente. Pensé en saludarles con un “Buenos días” sonriente, pero no lo hice. No señor, no me parecía que aquella mañana tuviera nada de especial.

Entré de nuevo en casa y bajé hasta la cocina para prepararme un desayuno suculento a base de café, con leche y sin azúcar, acompañado por dos trozos de pizza precocinada que aún guardaba en la nevera de alguna de mis últimas cenas y que ni siquiera me molesté en volver a calentar. Después tomé medio vaso de agua fría y le añadí dos aspirinas efervescentes. Me puse un chándal y salí sin vergüenza alguna por mi aspecto hacia el bar de Lolo. Todos los que estaban allí me saludaron. Todos menos un tipo forastero que se daba un aire a Richard Gere, con barba de tres días, gafas gordas y un mono de trabajo sucio que lo desproveía de todo glamour. “Buenas horas traemos...” –dijo Lolo nada más verme entrar. - “Anda y vete por ahí”- contesté con cara de pocos amigos. –“¿A qué hora salí de aquí anoche, tío?”- inquirí. -“No sé, nano, a las cinco y media o cosa así”- respondió Lolo mientras se afanaba en limpiar la barra con una servilleta amarilla en su mano izquierda y algunos vasos pequeños de café en la otra. Cogí el Marca y me senté a leerlo en uno de los taburetes junto a la barra. El Lolo me dijo que si no pretendía pedir nada y yo le dije que me olvidara un ratito. Richard Gere sin glamour sonrió con esa arrogancia que sólo los imbéciles pueden gastar.

Debían ser más o menos las dos y media de la tarde cuando salí de allí tras haber ingerido un par de botellines de Cruzcampo que, como de costumbre, había dejado fiados. Las cervezas me habían terminado de quitar el dolor de cabeza, pero a cambio me devolvieron unas enormes ganas de acostarme de nuevo y así lo hice. Desperté sin soñar a eso de las seis de la tarde y salí a la calle en busca de alguien con quien compartir el tedio. Finalmente decidí ir hasta la Biblioteca Municipal a ver si encontraba algún libro que me ayudara a realizar el trabajo que mi hermano Migue tenía pendiente para la clase de Filosofía del instituto y que habría de entregar en septiembre. A veces soy así de desprendido y me ofrezco a hacer por los demás cosas que nunca sería capaz de hacer por mí mismo. Luego reparo en que no tengo la suficiente capacidad como para comprometerme en una cosa así y, de no ser por el aburrimiento que me suponía la falta de trabajo –me habían despedido de la oficina por impuntual una semana antes -, jamás habría intentado cumplir mi compromiso. Una vez allí, me puse a buscar en la estantería rotulada “Filósofos”, esperando hallar un título del tipo “Emmanuel Kant. Manual para hacer un trabajo escolar”, pero nada. Lo más cercano a eso que había era un ejemplar, el volumen III, de una enciclopedia que, con el nombre “Grandes filósofos de la historia”, hacía una pequeña incursión entre las páginas 196 y 199 en la “Crítica de la Razón pura” y en la “Crítica de la Razón práctica”: [...] De estas formas a priori u originarias y subjetivas, se puede proceder a la doble deducción trascendental de... bla, bla, bla...., llamadas categorías. Este es el cometido de la analítica de los conceptos, que se pregunta acerca de la posibilidad de los juicios....etc...etc...), nada que mi hermanillo no pudiera encontrar en sus libros de texto. Aún así quise darle un repaso por encima al manual y fue cuando sentí caer al suelo un pequeño trozo de papel que emergió de entre las hojas. Me agaché a recogerlo. Se trataba de un sobre cerrado, con un color amarillento, casi marrón, que dejaba al descubierto su antigüedad. En el exterior del mismo había algo escrito a mano, con una tinta casi imperceptible, que supuse habría perdido el color con el paso de los años. La letra era tendida y muy movida, pero podía leerse. Era una dirección:

“Rmte. Señora Viuda de Campanall y Moguer

Calle General Franco, 13

Benacazón”


La calle General Franco era la actual calle “El Rubio”, que tuvo el nombre del dictador hasta principios de la década de los ochenta. Por el número debía ser la casa de doña Rosa. Desde pequeño había oído historias extrañas y macabras sobre esa casa. Se decía que doña Rosa, en un ataque de locura, había matado a su hijo pequeño, de unos tres años de edad, y lo había descuartizado. Una versión aún más tétrica de la historia concluía con un aterrador “y se lo había comido”, luego contaban que a ella la ingresaron en un centro especializado y que allí se suicidó. Decían que algunas noches, en especial la del 30 de junio –día en que sucedió todo-, podían oírse los gritos del pequeño Salvador dentro de la casa. Era una historia cruel y sin gracia que de niño quise creer, pero que los años decidieron que dejara de hacerlo. A medida que fui creciendo, empecé a achacar esta historia al eterno “leyendanegrismo” popular, capaz de inventar cosas de este tipo y mantenerlas durante siglos sin el menor esfuerzo y sin el más mínimo remordimiento. Abrí el sobre y saqué el papel que contenía, lo desdoblé y encontré escrito lo siguiente:

¿Quién cantará ahora a mi niño que duerme junto al pozo?

De la torre de la iglesia a la Cruz de Mármol se oye su llanto. ¿Quién le cantará? Bajo la estrella que el sol alumbra tiene su cuna. ¿Quién la mecerá? Duerme Salvador, duerme. Mamá te quiere. Mamá te canta. No llores, mi cielo, no llores, mi sol.

¿Quién le cantará a mi niño que entre algodones duerme?

¿Quién le cantará a mi niño que ha dejado de llorar?


Los dos últimos renglones me sonaban y mucho, pero ¿dónde demonios había oído yo eso antes? Ya sé: era una nana, una nana popular que siempre cantaba mi abuela Lola. Cogí la nota y me la guardé en el bolsillo, luego tomé el sobre en la mano y pregunté a Pepe, el bibliotecario, que si le sonaba de algo o si sabía quién lo había puesto allí. Lo miró como si estuviera intrigado, lo abrió, volvió a ojearlo con atención y me miró con cara de no tener ni idea diciendo: “No tengo ni idea, majo, ¿Dónde dices que estaba?” -“Allí, en una enciclopedia sobre filosofía” - dije. Pepe volvió a mirar de nuevo el sobre y nada. El pobre bibliotecario seguía sin saber qué puñetas era aquello, pero tampoco parecía estar muy intrigado en el asunto. Ni siquiera se detuvo en la dirección del reverso y, como yo me había guardado el manuscrito del interior, un simple sobre antiguo no pareció despertar en absoluto su curiosidad. Me lo entregó sin mirarme. -“Seguramente alguien lo utilizó como separador”-dijo- “lo que no sabía yo es que esos libros llevaran aquí tanto tiempo...” -. Ambos reímos de manera estridente.

(Continuará)

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4 comentarios

Está muy bien, Bruno. De esta parte del cuento me gusta lo más cotidiano, la parte donde vas describiendo con altas dosis de ironía el panorama del bar, todo lo del Richar-Gere-Sin-Glamour es tronchante. Y a partir de ahí lo mejor es el recelo que queda patente acerca de la credibilidad de las historias, ese tonillo de guasa con el que el narrador toma distancia de lo que cuenta.

3 de noviembre de 2010, 23:23

Muchas Gracias Millán. Posiblemente yo no sea capaz de explicar como tú las intenciones que tuve al escribir esta historia. Quizá lo primero que intenté fue cambiar un poco el "registro" con otras historias anteriores y con la forma de narrarlas, demostrándome a mi mismo que era capaz de contar las cosas con algo menos de implicación y algo más de ironía.

Un abrazo

9 de noviembre de 2010, 12:53

Me ha gustado mucho tu nuevo relato, Bruno. La historia de la calle General Franco me ha hecho recordar parte de mi niñez, yo vivía en la calle paralela.
Me parecen también muy interesantes las citas que haces y las notas de humor que aparecen.
Enhorabuena.
(Para que después te quejes de que no comento tus artículos, je, je)

15 de noviembre de 2010, 23:20

Gracias Manu, te aseguro que ya no me quejo más... (bueno, depende...) La calle General Franco dejó de llamarse así cuando yo sólo tenía 2 ó 3 añillos y hasta los 13 viví allí, casi frente a la casa del cuento, pero no digo más para no adelantar la historia.

Un saludo

17 de noviembre de 2010, 9:55

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