SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

LOS LIBROS Y LA NOCHE


Sucedió en el verano de dos mil uno, cuando estábamos en Requena, Valencia, invitados por unos amigos a la Fiesta de la Vendimia. Aquel día habíamos tapeado en un bar del centro, cerca de la feria. Había terminado el extraño rally que las pandillas locales organizaban por el centro del pueblo, usando coches de desguace que adornaban con toda clase de ocurrencias y pilotaban en mitad de unas tremendas borracheras. Las calles de alrededor de la plaza estaban alfombradas de botellas de calimocho y cerveza vacías, vasos, confeti pisoteado...

Llevábamos cuatro o cinco días de fiesta y ya nos costaba distinguir entre resaca y borrachera, así que la conversación no era muy animada. Hacía varios minutos que nuestra actividad se limitaba a mirar a nuestro alrededor, calentándonos al sol como lagartos. Rodeando la isleta donde estaban los veladores había puestos de baratijas, vendedores de globos y una exposición de maquinaria agrícola. En un momento dado alguien propuso echar un vistazo por allí, y nos dispersamos, cada uno por su lado.

Yo me decidí por los puestos, aunque me aburrí pronto. Paseé entonces por los comercios de la plaza: Bares, joyerías, bazares... algunos metros más adelante me llamó la atención una partición minúscula y sucia, que en principio tomé por la boca de un callejón, pero que resultó ser otro local, uno de esos angostos agujeros que también tenemos por el centro de Sevilla, normalmente usados para quioscos y cosas por el estilo. Había un rótulo sobre el estrecho portalón metálico, pero tan sucio que no pude leer lo que ponía hasta estar apenas a un par de metros: Librería-papelería Ariadna.

Tenía el aspecto de llevar años abandonado pero el portalón estaba izado. A ambos lados de la puerta pude ver dos columnas hechas a base de periódicos viejos, agrupados en fardos, por los que la humedad del suelo había trepado, rizando y amarilleando el papel hasta reducirlo a una textura macilenta y quebradiza. Desde donde estaba no podía ver demasiado del oscuro interior del local, pero hasta donde llegaba la luz de la calle me pareció que sólo había más y más periódicos, cientos de ellos, apilados de forma similar y en el mismo ruinoso estado.

De repente, de aquella especie de cueva emergió un hombre. Alto, enjuto, de unos cincuenta años, calculé. Llevaba un pantalón de cuadros ingleses con los que debía de estar asándose y una camiseta naranja, descolorida y apolillada. Esto último lo supuse al ver el rosario de minúsculos agujeros que se advertía en la zona del pecho. Se pasó frenéticamente las manos por la cabeza, alborotando una pelambrera débil, rala y sudorosa. Luego dio un paso adelante y abordó a un chico de unos quince años. Le dijo algo que no pude oír. El chico no pareció asustado, se limitó a cabecear, riéndose y apenas cambió el paso para seguir su camino, sin dejar que el otro terminara. A éste tampoco pareció importarle. Se acercó a otro transeúnte - una chica que pasaba en sentido inverso - y el episodio se repitió casi de forma idéntica. Todos parecían acostumbrados a su presencia, y no mostraban otra cosa que indiferencia hacia sus extraños asaltos, al parecer habituales para la gente de la zona.

Tampoco en esta segunda ocasión conseguí comprender lo que decía, ya que aunque su tono era crispado parecía hablar entre dientes. De una forma que no pude explicarme en aquel momento, sí reconocí cierta cadencia, algo así como una música familiar en lo que decía. Llevaba tanto rato parado a unos metros de él que pasó lo que tenía que pasar: Reparó en mí y se me acercó, levantando el dedo hacia el cielo. Noté un fuerte olor a sudor rancio. Cuando habló su voz salió a borbotones, como si le faltara el aire, aunque he de reconocer que en cuanto oí lo que decía su aspecto y su voz dejaron de ser lo más llamativo, y comprendí por qué la cadencia de sus palabras me había resultado tan familiar:

- ¡¡Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía...

No pude creerlo. Las palabras que completaban el cuarteto surgieron de mi boca sin que mediara en ello reflexión o voluntad por mi parte:

- ... me dio a la vez los libros y la noche.

Lo que aquel hombre había farfullado era parte del primer cuarteto del “Poema de los dones” de Borges, que éste escribió en mil novecientos sesenta, cinco años después de ser nombrado director de la Biblioteca Nacional Argentina, y cuando ya la ceguera congénita y progresiva que sufría le impedía descifrar incluso los lomos y carátulas de los más de novecientos mil volúmenes entre los que trabajaba. Me pareció desconcertante oír aquellas hermosas palabras en boca de aquel pobre loco.

Me miró durante unos segundos. Creí ver en sus ojos un atisbo de lucidez, una ráfaga fugaz que se desvaneció, dejando paso de nuevo a su mirada desencajada y febril. Levantó de nuevo el dedo, esta vez señalándome directamente, pero cuando se disponía hablar alguien me tiró del brazo:

- ¡Sevillano! ¿Qué haces neng? ¡Deja a éste, que está como una cabra! – Ladró el Rafeta con el mismo tacto que se gastaba para todo - ¡Vámonos, que esta gente está hablando de ir al pantano por la tarde! ¡Hay que pillar bocadillos o lo que sea!

Cuando volvía a mirar, aquel hombre había desaparecido, probablemente en el interior de la tienda.

Al Rafeta le saqué poco más acerca del asunto, pero por la tarde, en el pantano, se lo conté al resto del grupo. Ninguno parecía saber a ciencia cierta demasiado de aquel hombre, más allá de lo que estaba a la vista:

- Se llama Vicente. La gente dice que duerme allí mismo, en la tienda –dijo David -. De vez en cuando sale y le dice cosas a la gente.

- A mí me dijo un trozo de un poema – dije entonces -. Y creo que a la chica que pilló antes que a mí también.

- Sí, sí, son poesías – dijo Pili. Creí que iba a añadir algo más, pero sólo se me quedó mirando y se encogió de hombros, sonriendo.

- ¿No tiene familia? – pregunté entonces.

- Bueno, estuvo casado. Su mujer era quien llevaba la librería.

- ¿Y qué pasó?

- Ni idea – Pili se encogió de hombros de nuevo.

- ¿Pues qué va a pasar? – terció el Rafeta - ¡Se daría el piro cuando al Vicente se le fundieron los plomos!

- O al revés – dijo Laura, envolviéndose en la toalla -. A lo mejor se volvió loco cuando ella se fue.

- ¡Sí, claro! – dijo el Rafeta y acto seguido empezó a tararear la música de Titanic.

“Vete a la mierda, Rafa” dijo Laura, aunque el Rafeta ya no la escuchaba. Se había levantado y se había quitado las chanclas. Correteó por las piedras del risco donde estábamos, remedó un par de pasos de ballet sin dejar de canturrear por Celine Dion y luego saltó al pantano. Oímos el chapuzón unos metros más abajo.

No volví a pensar demasiado en el tema hasta nuestra última tarde allí. A la mañana siguiente salía nuestro tren hacia Sevilla y estaba dando un paseo por la zona de la feria, para comprar algunas postales y regalos. Al pasar por delante de la ruinosa librería me detuve en seco. Demasiado tentador. Me acerqué con cierta prudencia y, parado bajo el dintel de la puerta, me incliné un poco hacia el interior:

- ¿Hola? – No hubo respuesta ni sonido alguno.

Di un par de pasos, muy despacio, sintiendo un desagradable chasquido cada vez que despegaba un pie del pegajoso suelo. Llegué al centro de aquel cuarto, que, tal como había pensado al verlo desde fuera, estaba lleno de más pilas de periódicos viejos y sucios, columnas que subían hasta casi tocar techo, apoyándose unas en otras en un precario equilibrio de fuerzas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude ver además que aquel cuarto no era el único del local. Al fondo, sobre el muro de la derecha, había una abertura sin puerta, casi camuflada entre aquellos pestilentes monumentos de papel marchito. Sin poder reprimir la curiosidad me acerqué un poco más. La segunda habitación estaba aún más oscura, iluminada tan sólo por lo poco de la luz de la calle que conseguía penetrar hasta allí. A mi derecha, adosado a la pared de la entrada, había un pequeño jergón, con las sábanas alborotadas y un trozo de papel de aluminio envolviendo lo que me parecieron los restos de un bocadillo, junto a la almohada. Todo el espacio restante estaba ocupado por largas y polvorientas baldas, repletas de libros y más libros, miles de ellos, encajados unos con otros, aprovechando cada mínimo resquicio. Forzando hasta tal punto la resistencia de los viejos estantes que muchos estaban exageradamente combados por el centro, y las endebles escuadras que los sujetaban estaban dadas de sí, con los deformados tacos asomando en algunos casos hasta dos centímetros fuera de la pared. Se diría que cada estante aguantaba en su sitio sólo porque se apoyaba en el de abajo y así sucesivamente hasta el inferior, que descansaba a su vez sobre más torres de libros que se alzaban desde el suelo. Debía de haber miles de títulos. Sin atreverme a tocar ninguno, recorrí con la mirada sólo aquellas estanterías más cercanas, sobrecogido, completamente hipnotizado: Vi un par de Quijotes en rústica, seguramente ilustrados, docenas de novelas de Julio Verne, dos tomos con las obras completas de Borges, casi toda la colección de Letras Hispánicas de Ediciones Cátedra, un gigantesco tomo encuadernado en piel, de al menos mil quinientas páginas, llamado “El honor” y el nombre de cuyo autor estaba borrado de la filigrana dorada del lomo...

El tiempo transcurrido desde entonces me ha ido borrando algunos detalles, pero ayudado por mis notas de entonces, puedo revivir otros con claridad...La textura pegajosa del suelo, con la mugre adherida a las oscuras baldosas dibujando extraños mapas; el olor a aire viejo, a papel mojado o podrido... y sobre todo la sensación de que esa misma pátina de humedad se había ido depositando sobre el polvo de los libros, uniéndose para crear una textura aceitosa, líquida, como si todo estuviera envuelto por una membrana, una traslúcida piel.

Perdí la noción del tiempo que llevaba allí dentro. De repente oí un ruido a mi espalda. Me volví, sobresaltado, pero allí no había nadie. Empecé a sentir que me ahogaba, y en un par de zancadas alcancé la calle. Me apresuré a alejarme de allí. Antes de abandonar la plaza me giré y entre la gente me pareció ver a Vicente, con la misma camiseta naranja que llevaba en nuestro anterior encuentro, entrando en la tienda con algunas bolsas de plástico.

Al día siguiente, quizá para combatir las interminables horas del viaje de regreso en tren, comencé a tomar apuntes para contar su historia, pero me di cuenta de que en realidad desconocía lo verdaderamente importante. Por aquel entonces creía que para escribir sobre cosas reales había que saber acerca de ellas.

Esas notas han permanecido en el limbo de aquel viejo cuaderno hasta hoy, nueve años después, cuando quizá mi forma de acercarme a la realidad ha cambiado, y soy más bien de la opinión de que es precisamente en esas zonas de incertidumbre donde la gente esconde su verdadera historia. Una historia, en este caso, que tiene una parte real, o mejor dicho, una parte comprobada por mí: Un hombre vive y duerme entre las ruinas de miles de libros, sólo a causa de la locura o loco a causa de la soledad. Aborda a la gente que pasa cerca de los escasos metros que componen su mundo, y les gruñe trozos de poemas tristes que en su boca suenan más tristes aún. Y a partir de ahí, lo que cada uno quiera o pueda suponer.

Desde aquel verano de dos mil uno hasta hoy, los días transcurridos han ido contaminando el recuerdo, llenando de literatura y mito mi perspectiva de la tragedia cotidiana de aquel pobre diablo. Lo veo sentado en la penumbra de aquel cuarto sombrío, cada vez más lejos de los demás y del mundo. Forzando sus cansados ojos, saltando de un libro a otro con voracidad. Soñando el borgiano sueño de los tigres, y aferrándose a la cervantina locura de embestir molinos. Para procurarse la vida que la propia vida ya le niega, se ha llenado la cabeza con cosas que nunca ocurrieron y ha buscado la compañía de gente que no existe, mezclando lo vivido y lo leído sin ver cómo el peso de esa suma empieza a combar las viejas estanterías de su mente. Sin querer darse cuenta de que la construcción de ese intricado laberinto lleva aparejada la cruel molicie de su razón. No sabe pero presiente que de ese dédalo de oscuridad y locura, sin luz, sin un hilo del que tirar... - sin Ariadna – nunca conseguirá salir.

En eso no es tan diferente a cualquiera de nosotros. Todos somos los arquitectos de nuestras propias prisiones. Levantamos los muros del palacio y su laberinto. Ocultamos en su oscuridad al hombre con cabeza de toro y, aunque luego finjamos ignorar que está ahí, nunca dejamos de temerlo, de huir de él. Un día nos encontrará y comprobaremos aterrorizados cuánto se parece el rostro de esa bestia cansada al nuestro. Hasta ese momento seguiremos cabalgando los días, hollando caminos y deshaciendo entuertos, como si no intuyéramos que al final de todo viaje siempre hay una playa, en la que nos aguarda paciente e inexorable el Caballero de la Blanca Luna, para devolvernos la cordura, arrancarnos todo lo demás y dejarnos a cambio una humilde moneda, con la que pagar al barquero.

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5 comentarios

Anónimo  

Magistral!! eres único! hoy me siento más orgulloso de tenerte como amigo...le das ese "toque" tuyo y diferente a cada historia. Siempre me gustó leer novelas donde los libros formaran parte de ellas...donde se hablara de librerías,de escritores,... así q ya no te digo más...este secreto lo tiene todo!! jeje.
un abrazo y dos cervezas...

1 de septiembre de 2010, 23:19

Magistral tu forma de contar una historia sin contarla, para que cada uno de nosotros la encuentre por sí mismo. No te ha hecho falta fabular sobre este personaje y su vida para que este relato me enganche. Con esa especial forma de narrar que tienes que facilita el trabajo a la imaginación, creando, con tus descipciones, nítidas imágenes en mi cabeza que hacen la historia más cercana y permiten que me zambulla de lleno en la profundidad del cuento.

Mis más sinceras felicitaciones maestro.

Ah! y a ver si la próxima vez no publicas un cuento al lado del mío que las comparaciones..., ya se sabe. Tú me conoces, sabes que no es falsa modestia.

Enhorabuena maestro.

Bruno

3 de septiembre de 2010, 12:23

"Un hombre vive y duerme entre las ruinas de miles de libros, sólo a causa de la locura o loco a causa de la soledad". Esta frase del relato es genial.
Como viene siendo habitual es una historia que transmite multitud de sentimientos.
Y el final me parece sublime.
Enhorabuena.

13 de septiembre de 2010, 0:20
Anónimo  

Chapó! Me ha enganchado de principio a fin, permitiéndome pestañear lo menos posible y deslizándome de un párrafo a otro perdiendo consciencia del tiempo. Me encanta el suspense creado, las descripciones y sobre todo el final.
Felicidades Millán! la primera vez que leo algo tuyo y es genial.
May

24 de septiembre de 2010, 13:02

Gracias a todos por vuestros comentarios. Nos leemos en Octubre.

29 de septiembre de 2010, 21:39

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