EL LLANTO DE LOS PERROS (2ª parte)
Si apud bibliothecam hortulum habes, nihil deerit. “Si tienes una biblioteca que se abre a un pequeño jardín, ¿qué más quieres?” Con esta antigua frase de Cicerón me acercaba cada noche a la impagable soledad de mi escritorio. Habían pasado veinte años desde la muerte de Roberto y aún me causaba escalofríos pensar en ello. Era la víspera de su aniversario y acababa de tener una dura discusión con mi señora durante la cena por culpa de mis irremediables celos, a quienes siempre otorgué una razón más grande que la propia verdad de los hechos. Ella se levantó de la silla y yo me quedé sentado y furioso con el vacío que se había instalado en su asiento. Ese macabro diablillo que nos sopla al oído las respuestas más crueles e irreprochables, como de costumbre, había llegado tarde. Fue entonces cuando decidí refugiarme en mi pequeño santuario de libros y folios desordenados por los que la realidad se rendía a los pies de mi imaginación. La literatura siempre fue una de mis grandes pasiones, por lo que, durante mi juventud, todos pensaban de mí que era un aburrido y con el paso de los años descubrí que no les faltaba razón. Había dedicado demasiado esfuerzo en aparentar ser como todos y tener sus mismos gustos, pero como dijera Julio César “ningún hombre puede evitar convertirse en aquello que los demás piensan de él”.
Encendí la pipa de nogal que me regaló Clara por nuestro quinto aniversario y empecé a calmarme a medida que pude deshacerme de los pensamientos desordenados que los rescoldos humeantes de la ira habían atraído a mi cabeza. Estaba dispuesto a escribir mi columna para el domingo. Me invadía uno de esos silencios de los que se pueden extraer conclusiones. Abrí la ventana y me asomé a una vida adormecida y vestida de luz artificial. Me adentré en el tupido halo de cotidianeidad que emanaba de cada uno de los rincones por los que pasaba mi mirada. Reinventé las historias que se presentaban ante mis ojos por las ventanas, balcones y coches sin nombre ni rostro que los definiera: la pareja de ancianos que soñaba plácidamente sobre el colchón de los cincuenta años juntos, desgastado por los bordes de las penalidades, las discusiones y los malos momentos y embellecido por una felicidad a la que ninguno de los dos se atrevió nunca a exigirle más; la chica joven que esperaba abrazada a su almohada y a sus sueños de princesa descastada, que en el rostro del guapo del colegio depositaba sus infundadas esperanzas de amaneceres de cuento; la joven esposa de senos pequeños pero apetecibles que ansiaba descargar su fogosidad en un marido que le prometió las estrellas del cielo sin saber que ya le pertenecían...
Oí llorar a los perros. En la lejanía de los sonidos que atrajo el viento, se me acercó un recuerdo: “Cuando en mitad de la noche oigas aullar a los perros, -decía mi madre- sabrás que están llorando porque alguien bueno ha muerto cerca de ellos”.
Al día siguiente Clara fue a la peluquería y yo me quedé esperándola en el bar de siempre con Isa, una abogada valenciana muy simpática que hacía varios años que vivía en Benacazón, de grandes ojos marrones y sonrisa sincera. Sin apenas darnos cuenta, nos vimos rodeados por la charla sin sentido que suele acompañar a las cañas del mediodía y que yo no dudaba en interrumpir si veía a algún conocido al que proferir cualquier despropósito burlón enviado con una sonrisa. Hablamos de política más tiempo del que el tema se merecía, comentamos la indignación generalizada debido a los recientes casos de violencia que colmaban los debates televisivos, cotilleamos los últimos rumores acerca de nuestros amigos y convecinos y, como todo mortal, reímos aliviados al descubrir que nuestras bajezas eran comunes.
De repente sonó mi teléfono móvil. Era Lucas, uno de mis amigos de la infancia al que hacía años que no veía. Tras las preguntas y cumplidos de rigor, me insistió en que nos viéramos esa misma tarde en el salón parroquial de la iglesia. Acepté gustoso su invitación. Quedamos para después de la misa.
Entré en la parroquia asaltado por el murmullo cansino del rezo del Santo Rosario. Hice la señal de la cruz en mitad de la nave central y me escapé por una puerta lateral que daba al salón anexo. Busqué a mi amigo Lucas pero no logré encontrarlo y me dirigí de nuevo hacia el templo. Tomé asiento en una de sus últimos bancos acompañado de una señora mayor que repetía con desgana el ritual diario mientras ladeaba levemente su cabeza.
En el momento de la homilía, el sacerdote estaba explicando lo duro que fue el camino de Jesús hacia el Calvario, cuando le golpearon, escupieron e insultaron mientras le decían “¡Levántate!”. En ese preciso instante una voz me susurró al oído “Y camina deprisa”. Me giré súbitamente y vi alejarse lentamente a un individuo que se iba colocando un sombrero con parsimonia y del que no pude ver su rostro.
Esperé a que terminara la misa y fui de nuevo al salón para encontrarme, ésta vez sí, con mi amigo Lucas. Tenía el aspecto bonachón de siempre, pero había perdido gran parte de su rizada melena. Seguía estando bastante entradito en carnes y bajo una prominente papada dejaba entrever un alzacuellos que detuvo mi reconocimiento visual. -¡No me digas que te has hecho...! - pregunté. -Así es –respondió con los ojos cerrados y una sonrisa de satisfacción. Tras contarme con cierta prisa la historia de su repentina vocación sacerdotal, me invitó a tomar café y de camino al bar sentí envidia de él por haber hecho de su vida lo que quería y, sobre todo, porque demostraba tener las ideas muy claras.
Sentados en la terraza, recordamos con nostalgia los momentos felices del pasado y, cuando los silencios empezaban a ganarle el terreno a la conversación, inevitablemente salió el tema. Hablamos de Roberto y de sus misteriosas particularidades y ambos sentimos ese pellizco en la garganta cuando evocamos la imagen de su velatorio.

Esa misma noche, una imagen aún más aterradora que la del velatorio aparecería frente a mí cargada de más realidad de la que, en un principio, creí que podría soportar: ¿Cuántos de ustedes han tenido ocasión de encontrarse frente a frente con el protagonista de sus miedos?