SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

"LOS AMANTES ASIMÉTRICOS"

Ambos eran feos, objetivamente feos. No con una fealdad absoluta o inequívoca, pero sí con ese grado justo de descuadre, de asimetría, que hace que la gente parezca salida de una de esas películas grotescas de Jean-Pierre Jeunet. En el caso de él la asimetría general era reforzada por otra mucho más concreta y obvia: Era estrábico, o algo similar, uno de esos trastornos que someten a uno de los ojos a férrea disciplina mientras que dejan al otro vagar a su aire, mirando por libre algo que casi nunca está en la misma dirección que lo que mira el otro. Fue con ese ojo díscolo y rebelde con el que me lanzó una mirada fugaz cuando entré en el bar.

Ella por su parte era delgada, muy delgada. Angulosa. Entre la maraña de pelo cardado que le enmarcaba el rostro puede adivinar unos pómulos hombrunos y un rictus nervioso en los rojísimos labios. Llevaba una falda azul marino, que mal cubría unas piernas en exceso huesudas y fibrosas, uno de esos pares de piernas que dan la sensación de que cuando el tiempo llegó para empezar a marchitarlos se encontró que la mitad del trabajo estaba hecho

No creo que ninguno de ellos tuviera los cuarenta, pero por ahí andaría la cosa. Las manos de ambos estaban entrelazadas sobre la mesa, en la que se aguaban un par de cubatas, y creí ver un leve gesto de alarma en sus rostros cuando saludé en voz baja. Me extrañó. Que me acuerde de afeitarme cada veinte días y me ponga las camisetas tal y como las cojo del tendedero no me parecieron motivos suficientes, según está el ruedo ibérico en cuestiones estéticas.

Mientras realizaba los trámites de cambiar un par de comentarios con la camarera (soy casi de la familia en ese bar), pedir la cerveza e instalarme en mi mesa con el periódico por delante, no dejé de notar como intermitentemente sus miradas nerviosas seguían volviéndose hacia mí. Ella con aquellos dos ojos minúsculos, como hechos a punzón, y él al menos con uno de los suyos. Puesto a imaginar, supuse que les estaba fastidiando la escenita de los arrumacos y las carantoñas, que contaban con que el bar estuviese más o menos vacío entre semana para desplegar con cierta intimidad esa manida ceremonia, el almíbar de su - supuse - recién nacido amor.

Fuera por esa o por otra razón, mi presencia allí les incomodaba, lo cual estaba empezando a incomodarme a mí también, aunque finalmente pensé que era yo – y no la advenediza pareja - quien era cliente fijo en ese sitio, eso me daba ciertos derechos. Además estaba en mi mesa, sin meterme con nadie y en el trabajo había tenido una de esas jornadas maratonianas en las que uno remonta las horas del día como si se enfrentara a la cara sur del Annapurna, así que merecía tomarme esa cerveza sin prisa. Vamos, que al par de fetos en celo de la mesa de enfrente le podían ir dando dos duros.

No pasó ni un minuto sin embargo, cuando los oí intercambiar un comentario en voz baja y se levantaron, dispuestos a marcharse. Reclamaron la atención de la camarera, que les cobró las copas que no se habían terminado y quedó tan extrañada como yo cuando los vio salir atropelladamente por las puertas batientes que dan a la calle.

- ¿Te conocen? – me dijo.

- Que yo sepa, no.

- Pues qué raro. No hace ni cinco minutos que entraron.

- Y se han dejado los cubatas casi enteros – añadí.

La camarera se encogió de hombros por toda respuesta y regresó a sus ocupaciones en el pequeño almacén trasero, dejándome sólo y a merced de mis propias e inevitables cavilaciones al respecto. Tal vez se les hizo tarde, sin más. O mi primera suposición era la correcta, y no gustaban de testigos para sus encuentros. Lo cual me llevó a estirar el supuesto algo más: ¿Y si su amor perteneciera al ámbito de lo clandestino? ¿Y si ella huyera dos o tres veces en semana de un marido celoso y aburrido, y se refugiara en el abrazo ilegítimo de su casanova particular, que de nuevo la hacía sentir viva, y que la miraba como si no hubiese visto nada más hermoso sobre la faz de la tierra, con un solo ojo eso sí, mientras con el otro se las apañaba para vigilar la puerta del bar? Puede incluso que el marido se oliera algo, al comprobar cada mañana en el espejo cómo iban creciendo de forma lenta pero constante esas dos indiscretas protuberancias óseas que habían nacido en sus sienes de un tiempo a esa parte. Puede que fuera la adúltera pareja quien sospechaba que el marido sospechaba, y por eso ambos recelaban de los extraños, en especial de aquellos que beben solos en los bares, entre semana, con la endeble coartada de leer el periódico del día, a las nueve de la noche, cuando ya el día y las noticias son viejas.

Después pensé que la realidad, por desgracia, no suele ser así de elaborada, y que lo más probable es que se tratara de otra cosa: Tal vez sí que nos conociéramos, y nuestras respectivas vidas tuvieran en el pasado un circunstancial episodio en común que yo no lograba recordar, algún cruce de caminos en el que yo hubiera hecho gala de un comportamiento que justificara tiempo después su reticencia y su rencor. Esa habilidad, aunque no la saco a pasear muy a menudo, se encuentra entre mi ramillete de virtudes, así que bien pudiera ser. Pero para ser sincero prefiero la otra hipótesis, claro, porque me deja en mejor lugar y porque es la más literaria. Así que cada vez que vuelvo a ese bar entre semana no puedo evitar imaginármelos en ese mismo momento, encontrándose en una esquina a la que han llegado cada uno en su coche y buscando algún lugar discreto y recoleto en el que charlar ante un par de copas que les alivien las culpas del inminente adulterio, antes de ingresar en la amarillenta penumbra de cualquier pensión, en una habitación encalada y fría, a entregarse el uno al otro con avidez, sobre un colchón vencido por el envite de los años y por los envites en general. Por cientos de historias como la suya. Me los imagino, más o menos una hora después, regresar cada uno por su lado, recuperar sus vidas oficiales saboreando aún ese par de horas hurtadas a la rutina, arrastrando por las callejuelas de algún barrio poco transitado sus desmañadas figuras. Ella revisando el estado de la falda, la blusa, retocándose el pelo en los escaparates que encuentra camino del coche, reparando como puede el rastro de lo que la pasión ha deshecho a su paso; él caminando melancólico y risueño a la vez, sintiéndose bendito por el deseo y las atenciones de esa mujer que al final - como todas - resultó no tener dueño, con un ojo mirando altivo al frente y el otro hacia cualquier otro sitio, paseando su estrábica dignidad de amante furtivo.


This entry was posted at 18:32 . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

1 comentarios

Anónimo  

Yo estuve en ese bar! y conocí esa historia antes de ser escrita... De nuevo te felicito por hacer grande cada secreto que va apareciendo por tu vida...

2 de junio de 2010, 0:42

Publicar un comentario

Las imágenes utilizadas en esta página aparecen publicadas en Flickr.

Licencia

Creative Commons License Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.