SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

"SIETE VÍRGENES"


Habíamos llegado temprano. A pesar de que la función era cerca habíamos salido con margen suficiente en previsión de posibles atascos en la SE-30, y también por la costumbre: La mayoría de los fines de semana la función es en algún pueblo perdido de la sierra, a una hora y media por esas pedestres carreteras de la provincia, que a la ida tienen un pase, pero que a la vuelta, de noche, después de desmontar y recoger casi siempre nos cuestan un par de extravíos y alguna que otra súplica al del turno de noche de la gasolinera de Villabreva del Tocomocho, por ejemplo, para que nos caliente uno de esos bocadillos tristes y translúcidos que venden en esos sitios y nos lo pase por el ventanuco, para engañar el hambre.

Para aquella tarde, sin embargo, había mejores perspectivas. El tráfico estaba inusualmente fluido en las salidas de Sevilla y cuando aún faltaban tres horas para la función ya estábamos en el pueblo y habíamos descargado. Los demás se enzarzaron en la misma discusión que habían comenzado antes de salir, una de esas conversaciones estériles sobre horarios y pasotismo, que casi nunca acaban en nada. Decidí quitarme un rato de en medio. Busqué una cafetería que quedara cerca y la localicé a unos cuarenta metros de la puerta del teatro, justo al otro lado de la pequeña y arbolada plaza a la que daba la puerta de carga. Cuando entré comprobé que era un sitio bonito, limpio, con pequeñas mesas con tapa de mármol, sillas tapizadas de escay verde y una camarera joven y guapa con la camisa más blanca que he visto en mi vida. Uno de esos sitios donde las madres paran a desayunar cuando vienen de dejar a los niños en el colegio. En aquel momento estaba casi vacío. En una mesa del rincón, cerca de un ventanal, había una pareja haciéndose carantoñas, y en la barra un joven de unos treinta años tomando una copa, absorto al parecer en los historiados espejos del botellero.

Saludé sin que la pareja se diera por enterada, así que sólo me contestaron la camarera y el joven de la barra. Pedí un cortado y me acerqué un periódico viejo, un Estadio Deportivo, con un titular diciendo que Lopera podría haberse vendido el Betis a sí mismo. En su momento ya había leído la noticia, pero aquel día no pude leer nada más. Se me acercó el joven de mi derecha. “Tú eres de los del teatro, ¿no? Te he visto antes descargando.”

Debía de rondar el metro noventa. Le asomaban dos brazos como jamones por las tensas mangas de una camiseta negra que le habría quedado pequeña a un chaval de quince años, no digamos a él. Llevaba el pelo engominado y peinado con estudiado descuido, con el flequillo cayéndole alborotado sobre la frente. Dandy de pueblo, vestido para matar a las seis de la tarde.

Le dije que sí, que la función era a las nueve y amagué con volver al periódico, cosa que me impidió con un pequeño toque en el hombro con la misma mano con la que sujetaba un cigarrillo apagado. “Yo también soy actor” me dijo.

Siempre hay uno de esos en cada pueblo. Uno que se acerca a los de la orquesta que toca en la caseta municipal de feria y les dice “yo también toco en un grupo”, o a un grupo de teatro amateur como en este caso y afirma que él también es actor, dando por hecho que los del grupo lo somos, cosa de la que yo no estaría tan seguro. Es como si al ver a una cuadrilla de electricistas arreglar las farolas de la calle alguien se les echara encima y les dijera que él también arregla las lámparas de su casa.

Puse cara de sentir un moderado interés y dije: “Ah, ¿sí?”

- Sí - me contestó - Yo hice de portero de discoteca en Siete Vírgenes. La película.”. Esto último supuse que lo añadía como coletilla por sistema. No creo que nadie fuera a pensar que había un “Siete Vírgenes. El musical” o un “Siete Vírgenes. El concurso”. Me entran sudores fríos sólo de imaginarme de qué podría ir – tal como está la televisión en España - un concurso llamado así, si lo hubiera.

Pero lo suyo era la película. No la he visto, pero aquel día recordé vagamente haber visto el trailer y haber leído sobre ella. La rodaron en Sevilla, con Juan José Ballesta, el chaval de “El bola”. Una historia marginal, con ambiente de barrio proletario, con cierto aroma a las de Fernando León, salvando las distancias.

Mi interlocutor seguía hablando sin parar, me desglosaba su experiencia desde el principio. Quería quitarle importancia, intentaba adoptar cierto aire mundano, banalizando su relato, contándolo con un desapego que el brillo de sus ojos desmentía. El casting, el segundo casting. Que le pidieron unas fotos. Al mencionar las fotos pareció acordarse de algo. Se puso de pie bruscamente y exclamó:

- ¡Coño, espera un momento, que yo vivo ahí, en el portal de la esquina! ¡Subo en una carrera y te bajo las fotos, verás que guapas!

Intenté balbucear una excusa, pero no tuve tiempo. Me dejó con la palabra en la boca y salió raudo hacia la calle. “Te ha caído una buena- me dijo sonriendo la camarera – Lo mejor es que le eches un vistazo a las fotos, porque si no no te va a dejar. Luego te escabulles como puedas.”

Llegó con las fotos un minuto después, con la respiración agitada. Obligó a la camarera a que pasara un paño para limpiar la barra y luego fue desplegando por ella una colección de infames fotos de estudio en las que salía con el pelo húmedo, la camisa desabotonada, recostado en una especie de diván, en blanco y negro, a color, con filtros azules, un poco de todo, poniendo en todas esa expresión intensa y ridícula que ponen los modelos, de pretendida sensualidad, pero que a mí siempre me sugiere pensamientos del tipo “Me ha forzado el ano un escocés borracho de ciento quince kilos y no te creas que me ha disgustado mucho.” Se las habría hecho en el estudio del pueblo. Se veía que quien fuera tenía idea y buenas intenciones, pero resultaban un poco desangeladas.

A él – Antonio dijo llamarse – le dije que estaban muy bien, que eran muy profesionales y rápidamente me levanté y le dije que se me hacía tarde, que tenía que irme a montar. “Bueno, pues ahora nos vemos. Mucha mierda.” dijo. Le di las gracias. Al ir a pagar me detuvo con un gesto. “Quita. Invito yo.” Le volví a dar las gracias y salí de allí fingiendo una prisa que de momento no sentía.

La función estuvo relativamente bien. Estábamos casi acabando la temporada, y a esas alturas se juntan el cansancio acumulado y cierta excesiva seguridad en lo que uno está haciendo, una mezcla que suele dar como resultado que estés un poco más relajado de lo que sería conveniente. Pero el público era bueno. En particular el amigo Antonio, que bien encajado en la primera fila, sujetando la carpeta roja en la que llevaba las fotos, parecía estar viviéndolo todo con una intensidad desproporcionada. Nada más terminar se puso de pie como con un resorte y rompió a aplaudir como un poseso. Al final, el resto de la sala, por acompañar más que nada, se calentó y tuvimos que salir tres veces a saludar. Ni nosotros nos lo creíamos. La falta de costumbre.


Cuando la cosa se fue calmando, con el telón ya echado, bajamos al patio, aún vestidos, porque habían venido algunos amigos a vernos y queríamos saludarlos. Llevábamos apenas medio minuto charlando cuando el persistente Antonio se metió en medio del corrillo que habíamos formado al pie de la escalinata y empezó a felicitar y a dar besos a diestro y siniestro a todo el mundo. Creo que dejándose llevar por el entusiasmo hasta le estampó dos besos a Julio Urbina, de una forma tan vehemente además, que a punto estuvo de volverle la peluca blanca del revés.

“Ha estado guapísimo, tíos, de verdad. Precioso.” repetía una y otra vez. Le perdí de vista un minuto porque alguien me estaba contando algún problema que había con el certificado. Al parecer el concejal se había ido sin firmarlo. Lo habían llamado pero tardaría un rato aún en venir. Sin certificado no se cobra así que acordamos esperarlo. Cuando volví donde estaba el resto del grupo, Antonio ya le había echado el lazo a Rocío, su siguiente víctima. Intenté echarle una mano, acercarme a ella y llevármela de allí con cualquier excusa, pero la maniobra no me salió del todo bien, y acabó soltándonos a los dos el repertorio completo. El primer casting. El segundo. Y por fin, las fotos. Rocío me miraba entre extrañada y divertida cuando el tío no se fijaba y yo no podía hacer otra cosa que encogerme de hombros. Cuando acabó con nosotros le tocó el turno a Paco, luego a Esther y luego a Pilar. Para entonces los demás habíamos ido aprovechando para desmontar e ir cargando cosas en la furgoneta. Pasé junto a él con tres o cuatro vigas muy aparatosas. Al verme, dejó las fotos sobre una de las butacas y dijo: “Espera, joder, que te llevo algunas de esas.” Se las di todas, porque las vigas son en realidad de poliuretano y no pesan casi nada. Pareció tan entusiasmado con la idea que nos ayudó a transportarlo todo, incluidos los tableros, hasta la furgoneta.

Cuando terminamos el concejal acababa de llegar. Resultó ser un trozo de carne trajeado y bautizado, aunque lo segundo sólo puedo suponerlo. Creía haberlo visto durante la función hablando por el móvil. Dejé que los demás se las entendieran con él y decidí irme a la cafetería de enfrente desde la que podía ver la furgoneta. Cuando iba camino de la puerta, me atrapó de nuevo el amigo Antonio, con su carpetita roja y su sempiterna sonrisa de anuncio de dentífrico. Me echó el brazo por el hombro y con solemnidad me dijo mientras caminábamos de esa guisa: “Illo, esto que vosotros hacéis... es la leche.” De nuevo, me pareció desproporcionadamente emocionado. Me lo tomé en serio esa vez. Sentí esa idea que me asalta sin avisar de vez en cuando. Que todo el mundo tiene una historia que contar. Y que esa historia no es la que te cuenta, sino la que se esconde detrás de sus actos, detrás de lo que dice y hace, detrás de lo que no dice y no hace. La que hay que intuir, completar, imaginar.

- Oye, voy a tomarme una cerveza mientras éstos terminan con el papeleo. Si quieres...- le dije.

- Venga, yo invito –. contestó.

- No, no –protesté - . A ésta invito yo.

- Vale, monstruo.

Bebimos y charlamos un poco de todo. De su pueblo, del mío, de fútbol. Y por supuesto del primer casting, del segundo, de las fotos...Me pareció que después de todo no era tan pesado, ni tan diferente a cualquiera. Sólo uno más de este circo, comiéndose resignado el plato que le toca comer y mirando con puntual y pasajera envidia el mejor plato del restaurante, que siempre es el que le ponen al de la mesa de al lado.

Cuando vi que los del grupo se arremolinaban en torno a los coches, pagué y salimos de allí. Nos dimos la mano, él dijo algo así como “Tío, ha estado de puta madre, de verdad” y se marchó. Oí un ruido a mi izquierda. El concejal estaba allí, encendiendo un cigarrillo. Me ofreció tabaco. Negué con la cabeza. Se acercó.

- Creí que ése venía con vosotros- dijo.

- No. Ése es de aquí.

- Pues no me suena- contestó mientras jugueteaba con un mechero cromado con la mano libre.

- ¿No? Pues debería.

- ¿Y eso?

- Es actor.

- ¿Ah, sí?

- Sí. Ahí donde lo ve hizo de portero de discoteca en Siete vírgenes.

- Ah.

- La película – añadí. Por si quedaba alguna duda. Y subí a la furgoneta sin volverme a comprobar la cara de pasmado que seguro que se le quedó al edil. Santiago ya estaba esperándome para marcharnos. En la radio una voz nasal y monótona hablaba de Julián Muñoz, de alergias, de inundaciones.


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1 comentarios

Anónimo  

Sencillamente magistral!! no creo yo que a estas alturas tenga que decirte cómo escribes...si somos los más pesados del mundo hablando de letras y versos... Por cierto,el encierro con palabras resultó productivo.. ya hablamos.

1 de abril de 2010, 2:00

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