EL MAR ** José Antonio Millán ** Relato  

Publicado por: Pandora

Cuando despierta, la primera sensación, aún con los ojos cerrados, es el frío hormigueo de la arena en las plantas de sus pies descalzos. Separa los párpados lentamente y contempla un cielo gris, brumoso, tiznado por esa luz híbrida del alba a medio abrir. Germán se incorpora despacio hasta quedar sentado y durante unos segundos permanece inmóvil, observando hipnotizado el vaivén de las olas, que rompen mansas en las rocas de la orilla. El mar se mece llevado y traído por la misma ligera brisa que desordena su cabello. Esa zona de la playa le resulta familiar, deben de estar al sur de los palos, cerca del coto, aunque no reconoce esa parte del pinar, ni el camino de bajada. Oye unas risas, pero no acierta a ubicar su procedencia, hasta que los ve a lo lejos: Rubén y Marcos, jugando a perseguirse y a lanzarse mutuamente pelotas de arena, entre ebrias risotadas, correteando como si fueran dos niños pequeños alrededor de la bolsa de hipercor en la que Rubén había estado transportando las botellas y el hielo durante toda la noche anterior. Le duele un poco la garganta y no quiere gritar así que Germán alza la mano en señal de saludo, pero ninguno de ellos parece percatarse. También le duelen la cabeza, el cuello, y sobre todo el costado. “Me habré pasado la hora de camino hasta aquí durmiendo en el asiento de atrás, doblado como una alcayata” piensa.

Recuerda con relativa claridad las sensaciones de la noche anterior, aunque los detalles concretos se vuelven más confusos hacia el final. Y desde luego no recuerda nada del trayecto desde el coche hasta la playa. Por lo que a él respecta, simplemente está ahí.

Había sido divertido. Una buena noche. Les había costado muchísimo encontrar una fecha en la que los tres estuvieran disponibles. Cada vez que se juntaban, en alguna de esas tardes inofensivamente domésticas, mientras compartían el premio de consolación que les suponía el café o algún cubata metido con calzador entre horas, se repetían una y otra vez sin apenas convencimiento aquello de “illo, tenemos que quedar, tíos, que hace un siglo” Pero luego siempre surgía algún inconveniente de última hora, y todo quedaba en suspenso hasta mejor ocasión. Y así habían ido pasando los fines de semana, los meses sin poder cuadrarlo, hasta que por fin habían conseguido ponerse de acuerdo.

De entre la bruma en la que parecen inmersos todos los acontecimientos de la noche le llegan los recuerdos de la cena, aquella inmensa fuente de montaditos, el sabor amargo y cercano de la cerveza fría, y los primeros amagos de conversación, a base de frases cordiales que caían prácticamente en el vacío, como si unos y otros se hablaran desde mucha distancia. Luego, en cuanto habían empezado a rescatar anécdotas y batallitas, la camaradería y las risas se habían abierto camino. Y todo había sido como antes.

Después de cenar habían caminado hasta la gasolinera, donde compraron el hielo, para regresar hasta el aparcamiento del metro, en el que Marcos había dejado su viejo Seat Córdoba, con la botella de JB y las de coca-cola en el maletero. Allí mismo, en la explanada del parking, se habían tomado un par de copas cada uno, alternando la charla con la contemplación de aquel panorama que - aunque ninguno de los tres se atrevió a confesarlo - ya les resultaba un tanto ajeno: Las filas de coches con los maleteros abiertos, la música estridente y machacona, las docenas de reuniones de chicos y chicas de los más diversos pelajes que reían y bebían, gastando con despreocupación el tiempo, tan barato en sus manos.

La noche tuvo algunos tiempos muertos, Germán había estado tentado un par de veces de darla por terminada, pero ni Marcos ni Rubén habían estado de acuerdo. Se habían apresurado a reanimarlo, empeñados en prolongar todo aquello, ir a por otra copa, a otro sitio, con una mezcla algo ingenua de tozudez y ansiedad. La juerga era esa noche o nunca. Habían devuelto la botella de whisky, aún mediada, al maletero, y lo habían llevado prácticamente a tirones de local en local. Poco a poco, con el paso de las horas y las copas, Germán había empezado a contagiarse de sus ganas, a sentirse más desinhibido, menos extraño entre toda aquella gente. Al menos eso cree, porque a partir de ese momento sólo recuerda trozos, momentos inconexos. Risas, algunos retazos de conversación, algún estrafalario baile...Fue él mismo quien sugirió ir a desayunar a la playa, quizá llevado por la nostalgia de tantas otras noches, hundidas ya en el pasado, en las que remataban la larga noche de fiesta compartiendo exhaustos una montaña de churros con chocolate que les sabía a gloria, aunque para ello hubieran tenido que conducir casi una hora hasta Huelva. A veces ni llegaban a desayunar, y la excursión se limitaba a una atropellada gimkhana por los bares del centro, buscando quien les pusiera la última copa, para bajar después a la playa y caer rendidos sobre la arena, mientras el mundo les daba vueltas y más vueltas, y ante ellos comenzaba a desplegarse el apabullante espectáculo del amanecer, ese mismo que ahora luchaba por abrirse camino entre los últimos rescoldos de la noche de sábado, entre esas nubes densas y plomizas que viajan lentas por el cielo, dejando entrever el sol sólo como una mancha de luz difuminada y débil.

Recuerda que Rubén había mostrado sus reservas: “Tíos, ¿Ahora vamos a coger el coche? Pero Marcos con un renovado brillo en los ojos había aceptado de inmediato la propuesta, desechando la objeción de Rubén con un movimiento de mano: “Bah, si yo hace más de dos horas que no tomo nada”.

Del trayecto en coche apenas recuerda nada, y de la bajada a pie hasta la playa menos aún. Desde luego no podían quejarse. Para una vez que quedaban, habían echado el resto.

Respira hondo. La brisa salina le invade los pulmones y le sacude un poco el aturdimiento, pero nota como si algo se le clavara por dentro en el costado. Ha perdido de vista a Marcos y a Rubén, así que se incorpora y mira a su alrededor hasta que vuelve a encontrarlos. Están algo más lejos, junto a un pequeño arbusto de junquillos. A pesar de la distancia, Rubén nota algo extraño: Ambos están muy quietos, serios y silenciosos. Con ambos brazos descansando inertes a los lados del cuerpo. Vuelve a saludarlos con el brazo, pero ellos se limitan a observarlo, sin hacer un solo gesto, sin mover un músculo. Sólo lo miran.

De repente el dolor del costado se hace más agudo. Se lleva la mano a la zona dolorida y cuando la retira la encuentra manchada de sangre. Atónito se levanta la camiseta, pero sigue sin ver nada raro. Sólo le duele. Cada vez más. Le cuesta caminar. Siente como su corazón se acelera, el martilleo de la sangre en las sienes. Intenta tumbarse, pero nota que el suelo bajo sus pies se ahueca, y cuando mira a su alrededor tiene la impresión de que las dunas, la vegetación, han cambiado de sitio, de forma y distribución. Intenta fijar la vista en el océano, lo único que permanece sereno e inalterable. Y mientras está así, intentando mantenerse en pie, empieza a notar algo mucho más extraño: Tiene la sensación de estar luchando por abrir los ojos, a pesar de tenerlos ya abiertos, como si intentara escapar de una pesadilla.

Y lo consigue. Ha vuelto a despertar. Todo en torno suyo ha cambiado de pronto. Es de noche todavía, una noche fría, poblada del murmullo de personas, de chasquidos metálicos, de un montón de luces parpadeantes que le impiden ver con claridad. Está tumbado, tiene algo puesto en la cara, no puede moverse y el dolor, ahora sí, es insoportable. Como si le clavaran cuchillos en el costado. Le duele al respirar. Le asaltan imágenes inconexas, fogonazos que no logra ubicar: La carretera desapareciendo bajo las ruedas del coche. Hierros retorcidos. Fuego. Gritos. Y cristales, muchos cristales rotos. Hace frío, muchísimo frío. Alguien, una figura borrosa pregunta algo que le llega amortiguado, aunque sí distingue perfectamente la respuesta, la voz de Marcos, entrecortada y temblorosa. ”¡¡Germán, se llama Germán!!”. Y luego otra vez aquella otra silueta borrosa, aquella otra voz, igualmente urgente pero más recia y serena: ¡Germán! ¡Germán! ¿Me oyes? ¡Quédate conmigo! ¡No te duermas, chaval! ¡Aguanta! ¡Germán! ¡Germán...!”

Pero Germán está cansado. Muy cansado. No puede mantener los ojos abiertos. Apenas lo intenta. Las voces se desvanecen, las imágenes se desdibujan, todo se apaga, se hunde en la oscuridad.

Cuando vuelve a abrir los ojos está de nuevo en la playa. Sigue algo aturdido, pero el dolor se ha atenuado, persiste ahora sólo como una sombra, un leve eco. El sol ha comenzado a quebrar la resistencia del cielo, y su luz arroja pequeñas esquirlas brillantes en la lisa y bruñida superficie del agua. El viento que sopla desde el interior trae un suave aroma a bosque, que se mezcla con el de la arena mojada y con la brisa áspera del mar. Alguien grita su nombre en la lejanía. Se vuelve hacia el interior, hacia el frondoso pinar. Marcos y Rubén están parados en mitad del sendero que abandona la playa serpenteando entre las dunas. Lo llaman. Le hacen gestos. Germán los ve marchar pero, obedeciendo una voluntad que ya no es del todo suya, en lugar de seguirlos vuelve a girarse y echa a andar en dirección al mar. Primero deja que las prudentes olas de la orilla se ricen entre sus piernas. La marea se aleja unos metros, dejando al descubierto la arena oscura y supurante, salpicada de conchas, de briznas de algas, de guirnaldas de espuma. Luego se introduce lentamente en el vasto océano, y siente que el dolor, todo el dolor, desaparece.

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4 comentarios

anna calafat  

Magistral...Ahora mismo tengo una resaca espantosa y todavía visualizo a lo lejos el dulce sonido de tus palabras. Es un placer leerte

7 de enero de 2012, 8:18

Maestro, como siempre, genial. Creo que una de las cosas que más voy a echar de menos cuando se acabe Pandora van a ser tus escritos, de los que siempre procuro sacar alguna enseñanza.
Felicidades, Millán; queda pendiente lo de la cervecita en grupo ( pero sin final como el del relato, ¿eh?)
Un abrazo.

15 de enero de 2012, 21:15

Un precioso recuerdo final. Enhorabuena compañero.

25 de enero de 2012, 0:38

Gracias a todos por vuestros comentarios.Nos veremos en la de febrero para rematar la cosa en alto, y luego habrá que organizar una fiestecita ¿no? Para enterrar la sardina como es debido.

2 de febrero de 2012, 22:17

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