LA OFRENDA ** José Antonio Millán ** Relato  

Publicado por: Pandora

La luna está cubierta por un halo espeso e irregular, como si las nubes que la envuelven no fueran sino un viejo manto de harapos. Irradia una débil luz que baña el llano que conduce desde la pequeña villa hasta el bosque, dibujando tenues vetas plateadas en el cenagoso lecho del río. El silencioso grupo cruza despacio el puente de piedra. Cuando llegan a la linde del bosque se detienen un instante ante los primeros pinos, que se alzan como centenarios centinelas celosos vigilantes de la entrada hacia la espesura que guardan. La niña alza la cabeza y mira con sus grandes ojos azules la imponente figura de su abuela. Mira luego al resto del grupo, a las otras tres siluetas que apenas se distinguen en la oscuridad creciente, atenuada tan sólo por la lámpara de aceite que porta el señor alcalde, una titilante luz que parece estar en constante lucha con la noche que se cierra sobre ellos, que intenta engullirlos. El aire trae un denso olor a humedad, a agua estancada y putrefacta. Tras unos segundos en los que nadie dice nada ni emite sonido alguno, echan a andar de nuevo, con paso lento pero firme, por el semioculto sendero alfombrado de hojarasca que parece estrecharse a medida que se interna en el corazón de la maleza. La niña aprieta la mano de la anciana. Caminan, siempre en silencio, precedidos por el vaho que sale de sus bocas entreabiertas. De vez en cuando la niña ha de dar pequeños saltos para no quedarse atrás. Cuando esto sucede y sus pequeños pies golpean las hojas secas, desde los arbustos que flanquean el sendero llegan ruidos de alimañas asustadizas que se alejan de las orillas hacia lo más hondo de los enmarañados zarzales. El camino no es largo, sin embargo. Apenas a unas cuarenta yardas desemboca en un claro, un círculo cubierto de hierba húmeda y desigual, sin árboles, pero sobre el que los pinos circundantes se comban hasta entrelazar sus copas muchos metros arriba, casi ocultando el cielo. A la luz ámbar que proyecta el candil, la niña observa en un tronco cercano un dibujo tallado a cuchillo en la cuarteada corteza. Dos trazos toscos que forman unas aspas, encerrados dentro de un círculo. Un símbolo que la niña ha visto en otra parte, aunque no recuerda dónde. Todo se vuelve más oscuro de repente. Tres de las figuras se alejan, volviendo un par de metros sobre sus pasos, llevando la lámpara con ellos. Con la niña sólo queda la anciana, sujetando aún con fuerza su diminuta mano. “Ahora has de quedarte aquí. Alguien vendrá a buscarte pronto.” le dice en voz muy baja, envuelta ahora ambas en una casi total oscuridad. La niña tan sólo puede intuir el rostro delgado y severo, la pálida piel recubriendo la prominente osamenta de la anciana. Luego ve como su abuela se gira y camina hacia donde está el resto del grupo. Las cuatro figuras se alejan nuevamente en silencio, sin que ninguno de ellos vuelva la vista atrás. Se detienen finalmente al otro lado del claro, en la embocadura del angosto camino que los ha llevado hasta allí. Erguidos, impasibles. Expectantes.

Un viento helado serpentea entre los árboles, que se recortan contra la mortecina luz de la luna. La niña está asustada. Lleva todo el día repitiéndose a sí misma que no tendrá miedo, pero ahora está cada vez más asustada. Apenas puede reprimir el impulso de girarse, correr a toda prisa y no detenerse ni donde están los demás. Quisiera correr hasta llegar al pueblo, cruzar a toda prisa por delante del colegio, de la herrería, de la iglesia, llegar por fin a casa y cerrar la puerta tras de sí y no abrirla nunca más. Dejando fuera la noche, el frío, y alejándose de los mayores, también de su abuela. Desde hace muchos días todos la tratan de una forma extraña.

Quisiera estar en casa. Pero no se mueve. Su abuela se lo ha repetido muchas veces a lo largo de los últimos días. “Es un juego. Tienes que quedarte muy quieta. Es sólo un juego. Pero es muy importante que juegues bien. Muy importante para todos nosotros.” La niña tiene frío. Usa las dos manos para cerrar sobre su pequeño cuerpecillo su capa nueva, la preciosa capa de terciopelo rojo que su abuela le ha regalado esa misma mañana. “Tienes que llevarla. Así es como te encontrará.” Al principio no le gustó, porque el tacto le recordó al de la piel de los animales, pero ahora, aquí, en mitad del bosque, llevarla puesta la reconforta, la abriga, y aún conserva el olor del hogar, de su casa, de la crepitante chimenea, de los piñones tostándose en las brasas en los fríos atardeceres. La hace sentir menos sola. Pero cada vez tiene más frío. Es como si le creciera desde dentro, como si el viento gélido hubiera encontrado el camino para anidar en el centro de sus pequeños huesecillos, mientras sigue ululando con un sonido que es casi una voz, una voz que cantara una lúgubre canción que se deshace entre los negros troncos de los pinos. La niña libera una manita de entre los pliegues de la capa y tirando de la roja caperuza se cubre con ella la cabeza, hasta que casi todo su rostro queda envuelto en ella. Sigue asustada. Cada vez más. Demasiado como para reparar en el extraño olor que ha empezado a inundar todo el bosque, demasiado como para oír el persistente gruñido que ha comenzado apenas como un rumor soterrado, pero que ahora se alza incluso por encima del silbido del viento.

Las cuatro negras siluetas que aún esperan al pie del sendero sí parecen reaccionar por fin. Como si todo lo que ahora se mueve en la fría noche fuera un anuncio de que ha llegado el momento que han estado esperando, se giran lentamente y echan a andar por el camino, para cruzar de nuevo el bosque, esta vez de vuelta al poblado.

La niña queda sola, en el centro del claro. Sabe que no puede moverse. Que es muy importante para todos que ella permanezca muy quieta, pero no sabe si podrá hacerlo, si será una niña valiente y aguardará, como le han dicho, hasta que alguien venga a buscarla. Oye un ruido. Como si el suelo crujiera al paso de algo muy pesado, unas pisadas cada vez más cercanas. Aterrorizada se lleva las manos al pecho, y rebusca entre los pliegues de su ropa el crucifijo de plata que siempre lleva con ella, sin recordar que esa misma mañana su abuela se lo ha quitado."Esta noche no puedes llevarlo. Yo te lo guardaré". Mientras intenta sin conseguirlo reprimir las ganas de llorar y el temblor que ha empezado a sacudir su cuerpecillo, lucha por hacerse más y más pequeña dentro de su caperuza roja. Sólo alcanza a levantar un poco la mirada y ver, aplastando la maleza mientras avanza hacia ella, algo que parece hecho de la misma oscuridad. Algo que parece un perro. Sólo que más grande.

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4 comentarios

Anda que yo me iba a quedar quieto. Muy bueno Millán, consigues ir aumentando la tensión hasta el final.

10 de noviembre de 2011, 21:08

Querido Millán, sea el que sea el tema que eliges para escribir no dejas de maravillarme. Me encanta tu narrativa por lo excelentemente que la desarrollas enganchando al lector en cada párrafo. En ésta, además, coincido con Manuél en la forma tan hábil con la que haces aumentar la tensión y la intriga acerca del qué.
Felicidades, tío y no nos dejes en la duda.Saludos, Julio.

25 de noviembre de 2011, 20:54

Prosa siempre con fondo de poesía. Creo que así definiría tu forma de escribir, querido Millán, y es por eso seguramente por lo que me gusta tanto tu estilo narrativo.
(Quería habértelo dicho en mi anterior comentario pero en ese momento no encontraba la forma de hacerlo).
Un abrazo, Julio.

25 de noviembre de 2011, 21:35

Gracias a ambos. Como lector siempre me gusto leer las primeras versiones de lo que hoy conocemos como cuentos de hadas. La tradición ha ido dulcificando esas historias para adaptarlas a lectores u oyentes infantiles, pero en su origen, tal y como fueron recogidas de la tradición oral por Perrault, Andersen o los hermanos Grimm, todas contaban historias terribles, muchas veces basadas en hechos reales. En este escrito yo he querido hacer el viaje inverso: Imaginar que sucesos terribles pudieron dar origen al cuento. Ha sido muy divertido escribirlo. Gracias a ambos de nuevo.

27 de noviembre de 2011, 12:21

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