Un viento helado serpentea entre los árboles, que se recortan contra la mortecina luz de la luna. La niña está asustada. Lleva todo el día repitiéndose a sí misma que no tendrá miedo, pero ahora está cada vez más asustada. Apenas puede reprimir el impulso de girarse, correr a toda prisa y no detenerse ni donde están los demás. Quisiera correr hasta llegar al pueblo, cruzar a toda prisa por delante del colegio, de la herrería, de la iglesia, llegar por fin a casa y cerrar la puerta tras de sí y no abrirla nunca más. Dejando fuera la noche, el frío, y alejándose de los mayores, también de su abuela. Desde hace muchos días todos la tratan de una forma extraña.
Quisiera estar en casa. Pero no se mueve. Su abuela se lo ha repetido muchas veces a lo largo de los últimos días. “Es un juego. Tienes que quedarte muy quieta. Es sólo un juego. Pero es muy importante que juegues bien. Muy importante para todos nosotros.” La niña tiene frío. Usa las dos manos para cerrar sobre su pequeño cuerpecillo su capa nueva, la preciosa capa de terciopelo rojo que su abuela le ha regalado esa misma mañana. “Tienes que llevarla. Así es como te encontrará.” Al principio no le gustó, porque el tacto le recordó al de la piel de los animales, pero ahora, aquí, en mitad del bosque, llevarla puesta la reconforta, la abriga, y aún conserva el olor del hogar, de su casa, de la crepitante chimenea, de los piñones tostándose en las brasas en los fríos atardeceres. La hace sentir menos sola. Pero cada vez tiene más frío. Es como si le creciera desde dentro, como si el viento gélido hubiera encontrado el camino para anidar en el centro de sus pequeños huesecillos, mientras sigue ululando con un sonido que es casi una voz, una voz que cantara una lúgubre canción que se deshace entre los negros troncos de los pinos. La niña libera una manita de entre los pliegues de la capa y tirando de la roja caperuza se cubre con ella la cabeza, hasta que casi todo su rostro queda envuelto en ella. Sigue asustada. Cada vez más. Demasiado como para reparar en el extraño olor que ha empezado a inundar todo el bosque, demasiado como para oír el persistente gruñido que ha comenzado apenas como un rumor soterrado, pero que ahora se alza incluso por encima del silbido del viento.
Las cuatro negras siluetas que aún esperan al pie del sendero sí parecen reaccionar por fin. Como si todo lo que ahora se mueve en la fría noche fuera un anuncio de que ha llegado el momento que han estado esperando, se giran lentamente y echan a andar por el camino, para cruzar de nuevo el bosque, esta vez de vuelta al poblado.
La niña queda sola, en el centro del claro. Sabe que no puede moverse. Que es muy importante para todos que ella permanezca muy quieta, pero no sabe si podrá hacerlo, si será una niña valiente y aguardará, como le han dicho, hasta que alguien venga a buscarla. Oye un ruido. Como si el suelo crujiera al paso de algo muy pesado, unas pisadas cada vez más cercanas. Aterrorizada se lleva las manos al pecho, y rebusca entre los pliegues de su ropa el crucifijo de plata que siempre lleva con ella, sin recordar que esa misma mañana su abuela se lo ha quitado."Esta noche no puedes llevarlo. Yo te lo guardaré". Mientras intenta sin conseguirlo reprimir las ganas de llorar y el temblor que ha empezado a sacudir su cuerpecillo, lucha por hacerse más y más pequeña dentro de su caperuza roja. Sólo alcanza a levantar un poco la mirada y ver, aplastando la maleza mientras avanza hacia ella, algo que parece hecho de la misma oscuridad. Algo que parece un perro. Sólo que más grande.