Las Pilistras ** Reyes Maraver ** Cuento  

Publicado por: Pandora

No dudó en ningún momento de que, aquella triste y oscura casa que había sido su residencia durante cuarenta años, era el lugar idóneo para velarlo. Había alquilado sillas, candelabros y un enorme crucifijo dorado que fue colocado a la cabecera del ataúd. Un momento antes, cuando retiraban la mesa que presidía el salón para colocar el féretro con toda la parafernalia de funeral, comprendió que ese sitio quizás había sido concebido para aquel fin y no para que llegara a ser un acogedor hogar como ella se había empeñado durante tantos años. Pensó entonces en las plantas y flores que, o se secaban al instante o eran devoradas por las plagas más insospechadas, en las numerosas reformas que nunca resultaban del todo satisfactorias y en las reuniones de amigos que, tras llevar unos minutos en la casa, eran atrapados por la dejadez y la indiferencia. Ninguna mascota, fuera pájaro, perro o tortuga, había durado más de un año, y del naranjo que Pedro plantó a la semana de casados en el patio, no pudo aprovechar ni uno de sus frutos.

Lo había querido con todo su corazón, de eso no tenía ninguna duda, pero no podía llorar, no sentía congoja ni dolor de viuda. Todo había llegado de la forma más natural, durmiendo, en la cama. Cuando abrió los ojos, vio al hombre muerto, que yacía junto a ella. Ni un grito, ni un sobresalto. Se levantó como siempre, lentamente, y se colocó las zapatillas y la bata de casa. Salió al pasillo. Llamó a la puerta de la habitación de su hijo mayor, que había llegado la noche anterior para pasar unos días con sus padres durante las vacaciones de Navidad, y sin esperar respuesta entró para comunicarle fríamente que su padre había muerto. A partir de ese momento las llamadas, los encargos, las flores, los pésames… la habían sometido a una laboriosa tarea que ella encontraba incluso entretenida. Le gustaba hacer cosas y, desde que los hijos se habían hecho mayores, sus obligaciones habían ido menguando hasta quedar reducidas a la repostería, la lectura, las visitas y a algún quehacer doméstico. Por ello, había encontrado en el trajín del funeral un inesperado entretenimiento.

Conoció a Pedro Cárdenas una tarde de verano de la forma más casual. Manuela Osorio estaba en su casa, en esa pequeña mansión de mármoles rosados y de coloridos azulejos en los que había tenido la suerte de crecer convencida de que todos los lugares eran igual de hermosos. Tenía la ingenuidad suficiente para creer que todos los hogares están impregnados por el olor de las rosas que crecen en los arriates dispuestos alrededor de un enorme patio, por cuyas paredes cuelgan macetas de las que brotan las flores más variadas y las plantas más vistosas. Era como un pequeño y acogedor palacio de techos altos y paredes encaladas, con seis grandes salones en la planta baja, uno de los cuales había sido dispuesto como biblioteca. En la majestuosa cocina, al fondo del patio, su madre, Encarnación Vega, se pasaba gran parte del día elaborando pacientemente los dulces más exquisitos. De uno de los tres patios interiores salía una amplia escalera revestida de azulejos con un labrado pasamano de forja que llevaba a la planta de las habitaciones y los baños, a la planta del descanso y de los sueños, en la que a Manuela le gustaba pasar las horas muertas de la siesta espiando los gemidos de su hermana mediana, que había sacado la fogosidad de su madre, y las oraciones de su hermana pequeña, que había heredado el carácter beato de su progenitor.

La casa había pertenecido a su familia materna durante varias generaciones. La había construido Luis Vega, un antepasado muy despierto que había hecho fortuna en América y que, a su regreso, pudo iniciarse en los negocios del vino y forjarse un próspero porvenir. Con el paso del tiempo la familia había ido viniéndose a menos debido al carácter hedonista de algunos de sus miembros que amaban el vino, y otros placeres, más de lo que le hubiera convenido a su negocio. Desde Luis Vega, la casa había ido pasando a la hija mayor de cada matrimonio, así que aquel maravilloso lugar en el que se había criado iba a ser para ella, la mayor de tres hermanas. Sin embargo, aquella tarde de verano, mientras estaba sentada junto a una pilistra limpiando cuidadosamente sus hojas, vio entrar a Pedro Cárdenas con un misterioso maletín negro. Se moría de curiosidad por saber quién era aquel hombre de manos grandes y piel morena y qué había ido a hacer a su casa, pero no podía seguirlo pues doña Encarnación, bastante estricta, le tenía prohibido terminantemente husmear en asuntos de adultos. Así que tuvo que esperar unos cuarenta minutos a que el desconocido abandonara la estancia junto a su madre que lo acompañaría hasta la puerta, para despedirlo allí con un apretón de manos y una educada sonrisa.

No la abordó de inmediato, porque sabía de su olfato para descubrir las impaciencias de sus hijas, así que continuó como si tal cosa sacándole brillo a las hojas de las plantas y, sólo una hora después, se acercaría a la cocina con el pretexto de ayudar en la elaboración de los rosquitos y conseguir de este modo toda la información que necesitaba sobre el misterioso desconocido. Descubrió que se trataba de un comerciante de oro. Este dato la desilusionó un poco pues había llegado a pensar, en aquellos eternos cuarenta minutos, que era un importante diplomático, o un abogado prestigioso, o un espía… o el amante de su propia madre, y que portaba, en aquel lujoso maletín, documentos de estado, las pruebas determinantes de alguna conspiración, o todas las cartas de amor que la adúltera le había escrito durante los quince años en los que había estado destinado en la embajada de algún país de oriente.

Se las ingenió, mostrando una fingida indiferencia, para sacarle más información de la que necesitaba en un principio, y que no era otra que la de saber dónde podía encontrar al comerciante de oro. Así descubrió que no era de la zona y que se hospedaba en un hostal situado en el centro de la ciudad, en una de esas callejuelas estrechas que conforman el casco histórico y que, afortunadamente para ella, quedaba cerca de la catedral, a la que acudía todos los jueves junto a sus hermanas para oír misa. Para obtener este dato, fue preciso que oyera de nuevo la conocida teoría sobre la conveniencia de invertir siempre en oro, valor seguro que, de venir malos tiempos, nunca decae, y que amasara gran parte de los rosquitos que degustarían las feligresas en la parroquia el día de Navidad. No fue nada difícil para Manuela convencer a sus hermanas de que ese jueves tenía que acudir sin falta a realizar un encargo sobre unas telas para cortinas, que mamá le había hecho semanas atrás y que había olvidado por completo.

Pedro Cárdenas abrió la puerta de su habitación para encontrarse con aquella jovencita de pelo castaño y piel blanca, que lo miraba con una seguridad propia de quien te conoce desde hace mucho tiempo y que decía venir de parte de su madre para modificar algunos detalles de su encargo. No le pareció hermosa hasta que, tan sólo unos minutos más tarde, la contemplaba desnuda sentada a horcajadas sobre él que había caído, derribado por el ímpetu de la muchacha, sobre la cama situada a escasos metros de la puerta. Todo había sido rápido y desconcertante, aunque nada tanto como que se vistiera con la misma celeridad con la que se había desnudado y lo mirara desde la puerta, con la mirada firme de su llegada, para decirle que no se fuera demasiado lejos, porque tendría que responder por ella ante su padre. Un mes más tarde aún no había asimilado que había vuelto a ser de nuevo un hombre casado.

Encarnación Vega lo supo nada más verla entrar por la puerta de la cocina. Lo vio en el brillo de sus ojos y en su boca… Dejó apartado el bizcocho de limón que estaba elaborando para cruzar la estancia y, sin mediar palabra, propinar una contundente paliza a la hija, que parecía haberse personado únicamente con el fin de recibirla. No profirió una queja ni derramó una sola lágrima. Parecía que las estuviera guardando para el día en que llegó con su esposo al que habría de ser su hogar el resto de su vida. Una oscura y fea casa situada a las afueras de un triste pueblo alejado de todo, en la que desde un primer momento supo que no crecería ni una planta, ni una flor, y a la que culparía siempre de no haber podido tener ni hijos propios.

Pedro Cárdenas resultó ser un hombre viudo que aportaba al matrimonio dos hijos, de siete y nueve años. Su esposa había fallecido dos años atrás y en ningún momento se había planteado buscar otra mujer, así que Manuela llegó como un regalo del cielo y se propuso hacerla la mujer más feliz del mundo. Ella crió a los muchachos con el amor y la dedicación de una madre, y luchó en todo momento para que se labraran un futuro lejos de aquel páramo seco y ruinoso en el que se estaban criando. Siempre llevó mal que fueran vistos en la zona como señoritingos refinados, dianas de todas las burlas de los rudos y harapientos lugareños, pero aún llevaba peor la sospecha de que, una vez que habían conseguido ir a estudiar a la ciudad, estarían siendo tratados, sin duda, como eternos paletos que vienen del campo.

Ha venido mucha gente al funeral. Los hombres se han quedado en la calle y en el patio hablando entre susurros mientras que las mujeres, sentadas en las sillas alrededor del féretro, se limitan a callar y a suspirar. Alguien le ha sugerido que es hora de tapar el ataúd, porque Pedro ya no parece Pedro. Manuela da su consentimiento, pero aún no ha llorado. Han llegado sus hermanas. Manuela se levanta y se acerca a ellas. Vienen las dos de negro, para acompañarla en el dolor, dicen. La mediana, que se había casado con un médico no demasiado prestigioso, pero médico al fin, era la que se había quedado con la casa materna. Llevaba una vida recatada y decente, pero Manuela sabía que era hija de su madre, y tan puta en el fondo como aquella, aunque lo disimulara muy bien. Además, no sabía cuidar las plantas. La pequeña, lo había hecho por amor con un maestro de escuela que cogió una enfermedad pulmonar al año de casados, dejándola pronto sola con sus oraciones y con sus iglesias. Las dos la besan y la abrazan dedicándole palabras de consuelo y cariño que Manuela agradece sinceramente. Una de ellas le ha dicho:

-Parece mentira, hermana, lo entera que estás.

El rostro de Manuela, que está mirando hacia la calle, se ilumina entonces, y agarrando un enorme macetón de pilistra seca y descolorida comienza a arrastrarlo con todas sus fuerzas hacia el patio, mientras va contestando con voz de esfuerzo y entre bufidos:

-Es que ya sabes que en estas áridas tierras llevamos el dolor por dentro.

Y sale tirando del tiesto con la pilistra al patio, en el que han empezado a caer algunas gotas de lluvia.

This entry was posted at 19:13 . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

3 comentarios

Manuela me transmite, de momento, seguridad. Parece ser una mujer con las ideas muy claras.
Me gusta la historia que has organizado en torno a ella y la forma que tienes de narrarla. Y sobre todo como caracterizas a los distintos personajes: Pedro, la madre, la hermana beata y la que no lo era tanto.
Espero la próxima entrega.
Enhorabuena.

10 de julio de 2011, 20:45

Como en tus anteriores escritos no dejas de sorprenderme en cada uno de ellos,Reyes.
Pero en éste especialmente, tu prosa llena de poesía y sentimiento, me ha transmitido una suma de sensaciones que han hecho que disfrute de cada una de sus líneas.
Gracias, Reyes. Enhorabuena

19 de julio de 2011, 20:02
Reyes  

Muchas gracias por vuestros comentarios. Para mí son un regalo y una fuente de energía para seguir escribiendo. Besos.

30 de julio de 2011, 12:30

Publicar un comentario

Las imágenes utilizadas en esta página aparecen publicadas en Flickr.

Licencia

Creative Commons License Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.