UN CUENTO CHINO
Los veo cada día por los ventanales del trabajo. A ese despliegue de rutinas proletarias que es San Jerónimo desperezándose, ellos llegan ni muy tarde ni muy temprano. Los chinos. Pasa de las diez de la mañana cuando el cabeza de familia pone en marcha el mecanismo que iza el enorme portalón metálico y ocupa su lugar tras el pequeño mostrador de la entrada, sonriéndole a todo y a todos, sin más motivo aparente que ese servilismo desmesurado con el que siempre nos reciben los chinos en bazares y restaurantes. Éste, a juzgar por el rótulo de la tienda, se llama Chen. No debe de medir más de metro cincuenta, es regordete sin llegar a ser gordo, achaparrado. Se pasa diez meses del año vistiendo la misma cazadora de cuero negro, una prenda deformada y anacrónica, muy parecida – al menos en mis recuerdos – a una que trajo mi padre, allá por mil novecientos ochenta y cinco, de una escapada que hizo a Ceuta, de la que volvió cargado con la susodicha cazadora y un radiocasete gigantesco, que sobrevivió en la zapatería durante años, concretamente hasta el día en que mi padre decidió limpiarlo con un trapo mojado.
Cuando Chen está solo, - quiero decir cuando nadie de su familia le ayuda - mira desde el mostrador un pequeño monitor con la pantalla dividida en cuatro partes, vigilando a través de las cámaras las oscuridades de la tienda. El tiempo que lleva en el barrio ha ido dotándole de cierto aire castizo, cierta desenvoltura de lugareño. Una buena forma de describirlo sería decir que físicamente es una versión china de El Fary, de no ser porque El Fary, que en paz descanse, ya era su propia versión china.
Son otros tres en la familia, que sepamos. Está su señora, una mujer silenciosa y de aspecto triste, que parece estar con la mente siempre en otra parte. Deambula por los pasillos que forman las estanterías con aire fantasmagórico, y juega con su largo cabello liso, sujetando un mechón sobre su hombro y pasando la otra mano como si lo peinara una y otra vez. Tienen un hijo adolescente. Es más espigado que sus padres, apenas tiene el aire de familia, aunque dicho por un occidental, esto sea como no decir nada. Habla bastante bien español y algunas tardes se queda en la tienda. Cuando tiene que consultar algún precio a su padre y éste anda trasteando por otras partes del local, le grita un “¡Paaaaaaaaá!”, al modo de cualquier adolescente español, demasiado hastiado y agotado por la vida y el crecimiento desmesurado de su cuerpo para usar dos sílabas así como así, y menos si las dos son iguales. El último en llegar a la familia ha sido un chinito que ahora tendrá unos dos años. Creo que también es mucho más bajo de lo que sería normal en su edad, aunque puede dar esa sensación porque, al igual que su padre, es de facciones redondeadas y cuerpo rollizo. Y también se pasa hasta bien entrado mayo envuelto en demasiadas capas de ropa, lo que unido a que aún no camina demasiado bien, hace que más que andar se mueva orbitando, como si se desplazara de un lugar a otro girando sobre sí mismo. En una ocasión, al cerrar a mediodía, bajaron automáticamente el portalón metálico y el pequeño se las apañó para orbitar hasta la calle antes de que la puerta se cerrara del todo. Se quedó allí, en mitad de la acera, haciendo la peonza, mientras su familia seguía dentro del local. Ángel y yo lo vimos todo por la ventana, pero no tenemos puerta a la calle por ese lado del edificio, así que nos apresurábamos ya hacia la salida principal cuando vimos que el portalón volvía a levantarse y aparecía su hermano mayor, al rescate.
Esto de mirar por las ventanas mientras las máquinas traquetean es uno de nuestros pocos entretenimientos. La realidad, insonorizada, pero transcurriendo a pesar de todo al otro lado de los gruesos cristales. Casi siempre la misma gente, las mismas horas, los mismos rituales. El tío engominado del Tecnocasa, absorto en la pantalla del ordenador, fingiendo cumplimentar cualquier impreso inmobiliario cuando seguramente está jugando al buscaminas; los jubilados y los mendigos disputándose el sitio en los bancos de forja de la placita; el primaveral desfile de madres jóvenes por la acera de la avenida, llevando a sus cachorros a los colegios y guarderías del barrio. Y por supuesto, las jangadas que de vez en cuando se cargan los más ilustres representantes del lumpen de la zona. Una mañana, hará un mes y medio, les tocó a los Chen. Estábamos Ángel, Juanma y yo en la sala de máquinas – no es que trabaje en un barco, la llamo así porque es una sala y tiene máquinas -. Vimos como un viejo Peugeot doscientos cinco subía dos ruedas en la acera, frente a la tienda de los chinos, justo el tiempo para que bajaran de él tres tíos. Luego, el coche volvió a reincorporarse al tráfico de la avenida. Dos de ellos eran delgados, muy morenos, uno vestía un chándal que pudo ser blanco en algún momento y el otro llevaba una gruesa sudadera con capucha con la que debía de estar asándose. El tercero era grande, gordo y llevaba unos pitillos negros a punto de estallar y una camisa estampada, demasiado estampada para la hora y el lugar, aunque me cuesta imaginar una hora y un lugar adecuados para una camisa así.
Los tres remolonearon unos segundos por la acera. Luego el gordo entró en la tienda, mientras que los otros dos se apostaban en la puerta separados por unos tres o cuatro metros, más o menos la anchura del portalón. Desde donde estábamos, teníamos una visión global de la situación, y aquello empezaba a olernos a lo que era. No había transcurrido ni un minuto cuando el gordo salió de la tienda a la carrera, bufando como un victorino de quinientos kilos, se giró hacia el que esperaba a su derecha – nuestra izquierda - y le tiró algo, un objeto metálico, cuadrado, de unos veinticinco centímetros, que éste ocultó bajo la sudadera antes de echar a andar tranquilamente en dirección a Medina y Galnarés, de nuevo a la izquierda de nuestra posición de estupefactos observadores. El gordo y el otro empezaron a correr en la dirección opuesta, la del monasterio, aunque me dio la sensación de que se quedaban esperando algo y no empezaron a correr con verdadera rapidez hasta que comprobaron que el chino surgía con decisión del interior del local y, para nuestra sorpresa, empezaba a perseguirlos. Tras él, su mujer también salió a la acera y amagó con un grito que no llegó a salir de su boca, o al menos eso creo, porque con los cristales dobles no lo habríamos oído de todas formas.
En la puerta de la tienda se había empezado a montar un pequeño tumulto, la suma de los curiosos que se acercaban al percibir el jaleo y de los clientes de la tienda, que no tuvieron ningún inconveniente en hacerles a los primeros un informe completo.
Transcurrieron unos diez minutos en los que la gente arremolinada frente a la tienda se fue dispersando. Sólo quedaron en sus puestos los desocupados y cotillas más tenaces, y la señora Chen, sola en mitad de toda aquella gente que apenas reparaba en ella. De vez en cuando hacía visera con la mano y miraba en dirección al monasterio. Nosotros nos agarramos a aquel pequeño quiebro de la rutina como a un clavo ardiendo, viéndolo transcurrir desde la indolencia de nuestro lado del cristal como si estuviéramos viendo una película muda.
Al poco vimos volver a Chen. Caminaba despacio, mirando al suelo. Cojeaba. Cuando llegó donde estaba su esposa, ésta se acercó con unos gestos urgentes que no supe interpretar. Él levantó las manos, con las palmas hacia ella. “Estoy bien” parecía decirle, o quizá “déjame, déjame”. O quizá cualquier otra cosa. Tampoco importa. Ella le indicó entonces la dirección del interior de la tienda, y allí se encaminó él, llevándose la mano a la sien derecha, y cojeando de forma cada vez más visible.
De vuelta del desayuno nos pasamos por la tienda. Aproveché para comprar un bote de tres en uno, aunque confieso que nuestra visita tenía que ver, como dijo Josefina, más con la curiosidad que con el lubricante. El monitor de vigilancia estaba apagado. De él colgaban varios cables de colores que se balanceaban como raíces secas sobre una repisa vacía, en cuya superficie polvorienta aún estaba marcado el hueco que había ocupado un objeto cuadrado, así que deduje que lo que se habían llevado era el disco duro que registraba las grabaciones de las cuatro cámaras de vigilancia. No se me ocurre otra cosa que mereciera el esfuerzo de aquellos tres chorizos, cuatro contando al del coche, y la temeridad del pobre Chen.
En la caja estaba la mujer. Con sus ojillos minúsculos miraba fijamente hacia su derecha, donde estaba un expositor con coleteros, horquillas y cosas así, que es lo mismo que decir que miraba a ninguna parte. Hice un poco de ruido con el bote de spray sobre el cristal del mostrador, para traerla de vuelta de donde quiera que estuviera, pero regresó apenas el tiempo justo para susurrar un “uno veinte” y recoger el importe justo que yo le tendía. Luego volvió a sumirse en aquel extraño trance.
Volvimos al trabajo. Nada especial durante el resto de la jornada. Poco después de las dos dejé a Ángel en la sala, rematando los últimos ficheros e hice como que iba a mi mesa a empezar con el papeleo. En realidad, quería alejarme del ruido porque aquella mirada perdida, aquel gesto ausente de la señora Chen no hacía más que darme vueltas en la cabeza. En aquel momento pensé que era hastío, cansancio, no ya por los acontecimientos de aquella mañana, sino por la simple rutina. Abrir el portalón. Cerrar. Abrir. Unoveinte. Dossicuenta. Grasia. Cerrar... Lo que pesaba en esos ojos rasgados y tristes era la procesión de los días idénticos, copiándose unos a otros y seguramente también el recuerdo de un tiempo y un lugar que ya no le pertenecen. El lastre que supone toda esa historia que por fuerza ha de esconderse tras alguien que se cruza el mundo para venir nada menos que a San Jerónimo, un barrio delimitado por un cementerio, dos tanatorios y el tramo más sucio de un río, a vigilar los oscuros pasillos de una tienda que parece una cueva, repleta hasta el techo de tendederos, cepillos, pistolas de agua y peluches que parecen el primo heroinómano del ratón Mickey. Pensé que en su situación, y aunque tal vez los Chen procedieran del agujero más infecto y atestado de Pekín, es inevitable sentir al menos una punzada de nostalgia por el lugar en el que uno ha sido niño, en el que ha descubierto la vida cuando ésta era aún un río que sólo llevaba agua limpia. El pasado es la única patria posible.
Así lo pensé aquella mañana, y así lo redacté en las primeras notas que tomé para este relato. Desde entonces he mirado más de una vez esas notas, he vuelto a leer a Borges, y me ha empezado a rondar la idea de un sueño dentro de un sueño. Por qué no inventar para la señora Chen un pasado más hermoso, quizá un pequeño pueblo pesquero cerca de Shangai, con un nombre exótico lleno de finales de abecedario, un puerto con desvencijados pantalanes de madera, y un retal de agua mansa y azul en el que se mecen docenas de pequeñas barcas. Una niña que corre por la orilla de una pequeña cala, hasta que el agua le cubre los pies, y recoge piedras y conchas que por la tarde entregará - como una prenda, como piezas de un secreto tesoro – a un niño de más o menos su edad, que la espera como cada tarde detrás de la misma cabaña de madera, una casucha que la humedad y el salitre han reducido a la textura quebradiza de la hojas secas. La niña ignora que ese niño - al otro lado del tiempo y la literatura – es, será, también el marido de una mujer triste, un vendedor de escobas, sartenes y desproporcionados gatos de escayola, en un país extraño, que -como el destino de cualquier éxodo – resultó no ser la tierra prometida, sino una cueva oscura.
