
Mira hacia el frente entornando los ojos deslumbrados por las refulgentes cristaleras del gran centro comercial. Introduce completamente sus pies en los zapatos que, de repente, parecen los de otra persona, los de alguien mucho mayor. Decide levantarse para continuar la tarde de compras, pero algo llama su atención y la hace mudar su propósito. Se ha quedado mirando a un grupo de jóvenes que charlan animadamente sentados en el suelo, bajo un árbol. Uno de ellos lleva una chaqueta vaquera y su pelo es de ese color castaño que tienen los muchachos que de pequeños han sido rubios. De lejos, cree ver una melancólica mirada. Piensa que el centro comercial puede esperar unos minutos y se abandona a sus recuerdos bajo el olor de los naranjos y el alegre bullicio de la tarde de primavera.
Ignacio Montes se llama, creo, Ignacio Montes- le había dicho Sara la primera vez que lo vio. Fue en el parque, en una de esas horas en la que había faltado algún profesor.” Dicen que no es de aquí, que viene de fuera, y que vive con su padre, los dos solos”. Marta se había olvidado de él hasta que se lo volvió a encontrar la tarde de la fiesta del cumpleaños de Abel, para la que Lucía, insensata, había ofrecido su casa aprovechando la ausencia de sus padres, sin saber que acabaría desnuda en la bañera, en la que unos desaprensivos amigos intentaban por todos los medios hacerla volver a la realidad tras una tremenda borrachera de tequila a palo seco, como ella se había encargado de proclamar durante toda la tarde. “Estoy bebiendo tequila a palo seco”. Primero, la habían paseado por la calle, arriba y abajo, donde dejó perdido uno de sus zapatos y, viendo que no se le pasaba la tranca, la introdujeron sin miramientos en la bañera. Marta había acudido sola a aquella fiesta, pues Sara se echó atrás en el último momento, y contemplaba asombrada y avergonzada todo el episodio protagonizado por la ingenua anfitriona, cuando Ignacio Montes se acercó a ella para invitarla a dar una vuelta.
Una pelota ha venido a caer justo a sus pies, haciéndola regresar a la realidad. Detrás ha llegado un niño, de unos cinco o seis años, que se ha quedado mirándola fijamente. Le devuelve la pelota y le regala una amplia sonrisa. Lo ve alejarse contento, dando saltitos. De pronto, se produce un cierto revuelo y un grupo de niños corre gritando hacia uno de los extremos de la plaza, donde un mimo ha colocado un pequeño tenderete y ha comenzado a hacer gestos y malabares para diversión del agradecido público infantil, que ha acudido rápidamente a sentarse a su alrededor. Mete la mano dentro del bolso, donde encuentra un caramelo de miel que desenvuelve con parsimonia y saborea, mientras atrapa del pasado sus recuerdos.

Era una noche estrellada de principios de verano, envuelta por múltiples fragancias frescas y primaverales. Ignacio y Marta comienzan a pasear charlando animadamente y cuando se dan cuenta se hallan junto a la entrada del parque que, a esas horas, está cerrado. La conduce a una zona en la que la verja ha sido forzada y, de pronto, se encuentran en el interior del recinto. La luna se refleja en el estanque en el que flotan algunos migajones de pan despreciados por los patos que descansan ya con el buche lleno desde hace algunas horas. Aquí hay ratas como liebres- comenta Ignacio, mirándola con una sonrisa burlona. Poco después se encuentra tumbada sobre la hierba, casi desnuda, con el vestido enredado a la cintura a modo de cinturón. La inmensa luna, eficaz aliada, da al entorno cierto halo de irrealidad vertiendo su luz de plata sobre el bucólico recinto que surge en medio de la mole de cemento y hormigón y de los paisajes de aristas y cristaleras que conforman la ciudad en esa zona concreta, como un alentador oasis en el centro de un árido desierto. De hecho, algún pato curioso abre más de una vez un ojo disimuladamente para participar de la intimidad de los jóvenes, al igual que los árboles parecen inclinarse con la única intención de oír sus susurros. Puede verse con claridad tumbada sobre la hierba, semidesnuda, con el vestido de flores alegres y coloridas enredado a su cintura, bañada enteramente por la luz de la luna que parece haberla transformado de pronto en una sirena recién salida del agua.
Recuerda sobre todo de Ignacio, el olor a sudor masculino, fuerte y agrio, desconocido hasta entonces para ella, su impaciencia y su nerviosismo, la ternura , la calidez y sus movimientos torpes, aunque de eso aún no era tan consciente. Evoca los besos húmedos y apasionados, las caricias prohibidas e innombrables, el olor de la hierba, y su tacto frío y punzante en la espalda. El agudo y rápido dolor, la mancha entre sus muslos, su boca húmeda y ansiosa pero, sobre todo la mirada de Ignacio, su melancólica mirada… y el cielo estrellado, inmenso, extendido infinitamente sobre ellos dentro de un paisaje cómplice que enmudece de repente para no distraer a los amantes.
Es curioso, piensa Marta mientras juega con el papel del caramelo entre sus manos, cómo los acontecimientos más dulces de la vida quedan grabados para siempre en la sabia memoria que, igual que destierra lo despreciable, sabe guardar , como si se tratara de un valioso tesoro, lo hermoso, aquellos episodios que se retoman cada vez con mayor frecuencia a medida que pasan los años para revivir los momentos de felicidad, de la misma manera que se vuelve a leer, mucho tiempo después, un libro que ha sido decisivo y que viene a sorprender nuevamente mostrando matices que se escaparon en la primera lectura, cuando aún se era demasiado joven.
Puede verse ahora en el portal de la casa de sus padres, en un tiempo tan remoto ya, despidiéndose de Ignacio entre besos y caricias, bajo propósitos y promesas con sabor a piel cálida y suave, promesas que no llegarán a cumplirse simplemente porque el destino decidió, justo en ese momento, lanzar un fulminante infarto al padre de Ignacio que fue enviado de inmediato junto a su madre a otra ciudad, a otro lugar demasiado lejano en una época sin móviles y sin facebook, todavía con las lágrimas por la muerte de su padre cayéndole copiosas a través de las mejillas, así, de repente, a la otra punta del país, de un día para otro, perdiendo el contacto con todo lo anterior. Marta recuerda la tristeza de ese verano, el abatimiento, la preocupación de su familia y el empeño de su madre en atribuirlo todo a una mala alimentación.
Ahora sí se levanta del banco de piedra. Parece que se le han aliviado un poco los pies. Al pasar junto al grupo de jóvenes se fija detenidamente en el chico que, de cerca, no se parece nada a Ignacio, aunque sí aprecia cierta melancolía en su mirada. Cruza la calle y entra en los grandes almacenes, agradeciendo la lluvia de viento que la recibe al cruzar las puertas y que la ayuda a regresar a la realidad. Se encuentra de pronto en el mágico mundo de las perfumerías en el que lindas mujeres la miran desde las fotografías esparcidas por doquier y en el que unas solícitas dependientas, con amplias sonrisas, se acercan para ofrecerle la eterna y costosa juventud. Se deja adular y se hace la interesante desdeñando cremas y perfúmenes que no se puede permitir en realidad, argumentando que en su momento los probó y que no son nada buenos, que los de tal o cual marca (siempre de firma, por supuesto) son bastante mejores. Se siente bien allí, entre los frascos de colores suaves y de formas sorprendentes, todos bien alineados, dispuestos con gusto exquisito por las estanterías luminosas y transparentes. Le gusta la mezcla de los olores y la felicidad artificial que se respira en el ambiente iluminado por las intensas luces que resplandecen en los múltiples espejos. Uno de ellos la ha engañado ofreciéndole la ilusión de que estaba viendo a su propia madre. Sonríe al descubrir que sólo se trata de ella misma mientras una dulce voz femenina le recuerda por megafonía cuál es el motivo que la ha llevado hoy allí: “Increíbles ofertas en trajes de comunión, segunda planta”. Se dispone, por fin, a dirigirse a las escaleras, aunque antes se acercará más al espejo y volverá a mirarse detenidamente, de cerca, para quitarse, con un gesto juguetón, una brizna de hierba que se le ha quedado prendida en el pelo.