¿QUIÉN LE CANTARÁ A MI NIÑO? (2ª parte)
No tengo ni idea de si existe el destino o si todo es fruto de la sempiterna casualidad. No sé por qué me llamó la atención esa nota ni por qué decidí hacerle caso. No encuentro el motivo que me llevó a querer llegar hasta el final de una historia que en nada me pertenecía. Pero lo cierto es que lo hice: Me dejé llevar por el misterio de un sobre y una “casa encantada” que hasta entonces nunca había considerado lo más mínimo. Sentí curiosidad y quise dedicarle mis pensamientos sin intuir que aquella noche, aquella casa, cambiarían mi vida para siempre.
Salí de la biblioteca y me dirigí a la dirección del remite. Allí estaba la famosa “casa encantada”, el objeto de los cuchicheos y del nacimiento de historias de terror de un pueblo en el que la vida pasa lenta, sin que apenas ocurra nunca nada y en el que sus gentes, sencillas y honestas, suelen dejarse llevar, como en todos los pueblos del mundo, por la corriente del “se dice” o “se comenta” sin el más mínimo atisbo de puntualización crítica por su parte. Lo primero que pensé es en entrar en aquella casa deshabitada que, sin embargo, presentaba en su exterior un aspecto impecable. Pude saber después que sus legítimos dueños –residentes en Badajoz- tenían contratada a una chica del pueblo que se encargaba cada cierto tiempo de adecentar un poco la fachada para que estuviera presentable ante los posibles compradores (colgaba de uno de los dos balcones exteriores un cartel que rezaba: “SE VENDE O ALQUILA”, acompañado de un número de teléfono móvil). Lo cierto es que esto tampoco servía de mucho. Los vecinos de la zona se acercaban presurosos ante cualquier forastero que mostrase por el inmueble un poco de interés, para contarles con todo lujo de detalles esa leyenda antigua sobre lo que aconteció allí en los años de la posguerra y cómo desde entonces nadie se había atrevido a pasar allí ni una sola noche. “Mano de santo”.
Decidí seguir mi camino en la esperanza de que, ya de madrugada, pudiera acceder al interior del edificio sin que los vecinos llegasen a ver mi intromisión.
Regresé de nuevo a casa a las ocho y cuarto de la tarde y tomé una relajante ducha caliente a pesar del sofocante calor de la calle. Me preparé un par de huevos fritos con chorizo como cena. Entré en el cuarto de baño para aliviar mis impulsos intestinales y de paso regalarme un rato de autosatisfacción para regocijo de mi castigada entrepierna. Especulé con la posibilidad de salir al bar de Lolo para dejarme llevar, como de costumbre, por la tentación de mi fiel botella de Gin Rives, pero me abstuve de tal error diciéndome a mí mismo que esa noche no podía ser, tenía que mantenerme sobrio y sereno para mi recién nacido juego de investigación. Debió de cansarme el esfuerzo ejecutado en el baño, porque empecé a sentir unas impetuosas ganas de dormir, así que me dejé caer sobre el sofá, sosteniendo un litro de cerveza casi apurado durante la cena acompañado de un cigarrillo aromatizado con esencias africanas. Una vez consumidos ambos, me dejé arrastrar por la corriente de Morfeo...
Reconocí el sitio enseguida. Había estado antes en aquel lugar: El mismo pasillo, las mismas ventanas con sus cortinas de seda y la misma mecedora antigua frente a mí. No podía contener el impulsivo latir de mi corazón, que parecía querer emerger de entre mis costillas. La mecedora permanecía inmóvil. Conforme iba avanzando hacia ella, pude comprobar que el pasillo se hacía cada vez más ancho y que la dichosa mecedora seguía estando a la misma distancia de mí por más que caminaba. Había alguien frente a mí. No podía verle la cara. Era alto y estaba completamente cubierto por una especie de capucha de color rojo. Empezó a acercarse. ¡Era una mujer! Sus formas la delataban. No podía distinguir su rostro. Se paró a escasos cinco metros del personaje que acepté como “yo”, pero que no se me parecía en nada. Levantó su brazo derecho con el dedo índice extendido, señalando algo detrás de mí, por encima de mí. Pude ver su cara un instante: Era una mujer morena, madura, castigada por los años y el sufrimiento pero con un punto de belleza e inteligencia que manaba de sus oscuros y grandes ojos. Tenía una expresión seria y decidida, una de esas mujeres que algún gran escritor habría definido diciendo que “tuvo un pasado”. Me giré lentamente sobre mis pies para ver una inmensa explanada que se perdía hasta detrás del horizonte. Se oía un sonido desconcertante: tac...tac...tac... Parecían unos pasos lentos sobre un suelo de madera. De pronto reparé en que la explanada que había frente a mí empezaba a girar sobre sí misma, formando una espiral en cuyo centro advertí la presencia de un niño pequeño: El mismo niño macabro de la mecedora. Tenía la misma cara, los mismos ojos, la misma expresión, pero esta vez no sentí miedo en absoluto. Volví a oír ese sonido inquietante: tac...tac...tac... El niño empezó a hundirse lentamente, tragado por la espiral. Abrió los brazos hacia mí y con un rostro triste me dijo: “¡Ayúdame, por favor, ayúdame. Sácame de aquí..... Tengo frío.... tengo frío! ”. Intenté llegar hasta él. Corrí con todas mis fuerzas, como nunca lo había hecho antes, pero el bebé seguía siendo engullido por el suelo y yo, por más que corría, no logré avanzar un solo paso. Finalmente, el pequeño desapareció por completo bajo la tierra y mis ojos se abrieron súbitamente.
Cuando desperté era la una y media de la madrugada. Recompuse mi ropa –mucho menos vergonzante que la de la mañana- y fui al cuarto de baño a refrescarme un poco la cara. El reflejo que me devolvió el espejo era el de un tipo bastante más descuidado y viejo del que yo recordaba. Me imaginé a mi mismo como un Dorian Grey del siglo XXI: Una suposición excesivamente pretenciosa.
Salí de casa para recorrer a pie el camino que me separaba de General Franco, 13. Aquella era una noche estrellada y tranquila de verano. Aún había jaleo en los bares y terrazas cercanas a pesar de ser día laborable –algo que nunca ha sido impedimento para los alegres oriundos de Benacazón-. Fui callejeando un poco por un recorrido alternativo al más corto, para hacer tiempo a que los vecinos del inmueble se fuesen a dormir (caso de que hubiera alguno que aún no lo hubiese hecho), aunque también lo hice para ver si me despejaba un poco la leve brisa que aplacaba sutilmente el pertinaz calor y hacía más agradable el paseo. Elegí calles al azar. Tenía que ordenar mis pensamientos y atenuar mis nervios. Podría haber pasado de todo. Podría haberme vuelto a casa a dormir. Podría no haber querido entrar en aquella casa. Podría... pero no lo hice: Seguí caminando. Mientras avanzaba a calmar mi curiosidad y quién sabe si a enfrentarme a mis miedos, tarareé, sin apenas percatarme, esa nana que me cantaba mi abuela: “¿Quién le cantará a mi niño que entre algodones duerme? ¿Quién le cantará a mi niño que ha dejado de llorar?”
Llegué por fin a la casa. La calle estaba a media luz. Nadie a mi alrededor. Escalé torpemente por la reja de la alta ventana izquierda del frontispicio, temiendo por mi físico cuando hube de pasar al balcón superior. Una vez allí, recorrí con la mirada toda la extensión de la calle a ambos lados para asegurarme de que ningún insomne estuviera olisqueando por la zona. Con movimientos lentos para no hacer ruido, levanté la persiana y empujé con el pie la puerta que daba acceso al interior. Se abrió sin apenas esfuerzo.
Entré. La oscuridad era densa allí dentro. Sentí miedo. ¡Qué leches: Sentí pánico! Desde pequeño la penumbra había sido una de mis más acérrimas enemigas. Era ese tipo de oscuridad que permanece frente a ti, que la estás viendo. Una oscuridad en la que nada hay, pero de la que cualquier cosa puede salir. Olía a polvo y a cerrado. Sólo a alguien como yo se le ocurriría entrar en una casa deshabitada en plena noche sin llevar una mísera linterna. Saqué del bolsillo mi teléfono móvil y lo abrí para iluminarme con la luz de la pantalla que, si bien no era ningún foco, al menos servía para intuir lo que me rodeaba y me permitía avanzar sin descalabrarme. Bajo la débil emisión de mi teléfono, aquel cuarto parecía aún más aterrador. Salí de la habitación y recorrí un pasillo estrecho que en nada se parecía al de mis sueños. Encontré la escalera y bajé lentamente para evitar que mis pasos resonasen mucho. El salón seguía amueblado. Pude distinguir ligeramente la chimenea. Sobre el hueco había dos candelabros de bronce antiguos cubiertos por una finísima capa de tela de araña. Entre ellos un marco de foto. Me acerqué y lo tomé en la mano con movimientos pausados. El tacto sedoso de los arácnidos hilos que lo cubrían me pareció repugnante. Saqué un par de pañuelos de papel y limpié el cristal que cubría la foto. Tuve que cerrar y abrir de nuevo la tapa del móvil para que volviera a hacerse la luz. En la foto aparecía una mujer con un niño pequeño en brazos. No les conocía. Ella estaba sonriente, sentada junto a un jarrón vacío sobre un fondo de nubes que, como el resto del retrato, tenía color sepia. Su pelo era negro y su peinado antiguo, ondulado en la frente. Estaba sonriente, sosteniendo en sus brazos al bebé. Una enorme rata pasó por entre mis pies interrumpiendo mi reflexión y haciendo que dejara caer la foto sobre el piso. El ruido fue descomunal. Me agaché y pude ver que la imagen estaba fuera del marco, entre pequeños trozos de cristal. La tomé y me incorporé. Le di la vuelta y pude ver la fecha manuscrita en el borde superior derecho: “24 de octubre de 1.939”. Era el mismo tipo de letra que el de la carta que encontré en la biblioteca. Debajo se leía la siguiente inscripción: “Rosa María Fernández Ruiz, esposa de don Salvador Campanall y Moguer - coronel de artillería en el Bando Nacional- con mi pequeño Salvador, luz que guía nuestros pasos. Que Dios nos proteja”.
Coloqué de nuevo el retrato en su lugar, apoyándolo sobre el fondo de la repisa y dejé el marco en el suelo. Me giré hacia la derecha y caminé hacia la puerta del patio. Tuve que volver a realizar la misma operación de antes con el celular que había vuelto a apagarse. El sonido de mis pasos sí que era familiar: “tac...tac...tac...”. Quité el cerrojo y abrí el portón tirando bruscamente hacia mí. La tenue luz de la luna entró sin permiso para desperezar los ojos de aquella vieja casa. El aire limpio del exterior fue absorbido de un trago por todos los rincones de aquel polvoriento salón, como la desesperada bocanada de quien lleva mucho tiempo conteniendo la respiración. Salí al patio y me vi envuelto por el céfiro templado de las noches de estío. El lugar era amplio, dividido en dos partes: desde la puerta de acceso hasta la mitad el suelo estaba enlosado, en el centro había un pozo y, desde éste hasta el final, un empedrado antiguo ocupaba toda la superficie. Al fondo, un portón de madera atravesado por un basto cerrojo y que debía tener acceso directo a El Cortinal, la calle paralela, aunque supuse que la última vez que se abrió, ésta se llamaría aún Millán Astray.
(Continuará)