EL LLANTO DE LOS PERROS (3ª parte)
El ambiente de aquella cafetería seguía viciado de humo y voces mezcladas que rodeaban mi cabeza, aunque no impedían que me concentrase en las palabras de mi interlocutor. Seguíamos manteniendo la misma conversación trascendental a la que habíamos llegado sin esfuerzo pero sin remedio, tras tantos años de separación. Lucas me habló de una curiosa llamada que había recibido hacía unos días: Al preguntar quién era, oyó una voz susurrante que le dijo “Soy Roberto”. – ¿Qué Roberto? – preguntó Lucas sin obtener más respuesta que la machacona señal telefónica: tu,tu,tu, … tu, tu tu,…– No me preguntes por qué - me dijo Lucas - , pero yo creo que fue él. -¿Cómo?- pregunté con estupor -. Pero... eso es imposible.
Entonces Lucas, en un intento de hacer aún más interesante su parte de la conversación, me habló de una de esas leyendas orientales que la tradición oral mantiene durante cientos de años y en la que se cuenta la historia del “judío errante”. Según esta leyenda, cuando Jesucristo cargaba con la cruz hacia la muerte, en una de sus caídas alguien le golpeó el hombro y le dijo: “¡Levántate y anda deprisa!”. El golpeado, según refirió después el judío, se giró y le dijo: “Y tú andarás hasta que yo vuelva”. El hombre dejó en el suelo al hijo que llevaba en sus brazos y empezó a andar. Desde aquel día sólo puede caminar los caminos de la Tierra, sin quedarse mucho tiempo en ningún sitio, sin poder morir, hasta el día en que se acabe el mundo. La descripción física que de él hacen los que le han visto coincide en mucho con la de Roberto. A este personaje se le ha conocido con muchos nombres a lo largo de la historia, el más popular es el de Ashaverus.
Me pareció una historia fascinante pero le comenté a Lucas que esa especie de venganza del Hijo de Dios no encajaba con la idea que de Él se tenía. Además, ambos estuvimos en el velatorio de Roberto. Mi amigo me dijo que para él también era una leyenda un tanto macabra para atribuírsela a Cristo, pero que en cierto modo siempre la tuvo como real, teniendo en cuenta que el pueblo judío ha sido un pueblo errante, que ha recorrido los caminos de la Tierra desde los inicios de su raza. En cierto modo esta milenaria historia sería una especie de parábola por la que se explicaría la propia tradición judía.

Esa misma noche, en mi escritorio, sentí tanto miedo por esa leyenda que quise que fuera real. Encendí mi pipa diaria y dejé que junto al humo se elevara lentamente mi imaginación. Encontré la historia que siempre quise contar. Era una historia más real que la verdad, aunque, como leí en cierta ocasión “Hasta la realidad se equivoca si la literatura es mala”. Volví a oír el llanto de los perros que despedían con aullidos de dolor el alma de ese ser al que sólo ellos podían ver marchar. Comprendí entonces la cruda verdad de Roberto: Le había sido otorgado el siniestro honor de ser el último ser humano en morir y los perros jamás llorarían por él. Al resto de los mortales nos queda el insípido consuelo de saber que al menos, en nuestra última hora, siempre tendremos un perro cerca que llore nuestra muerte.
Tomé con brusquedad el abrigo de la percha que estaba junto a la entrada de la casa y me dispuse a ir al Cementerio Municipal. Sentí un pálpito indescriptible que me llevó a buscar la lápida de mi amigo, que imaginé vacía. Al llegar junto al blanco muro por el que asomaban los cipreses intenté saltarlo con más torpeza de la que habría querido tener. Entré por fin, armado con una linterna y empecé a buscar el nicho de Roberto por entre el mosaico de lápidas de mármol y letras doradas. Encontré uno en el que aparecía su nombre y mi miedo se tornó desilusión al comprobar que él no era el protagonista de tan antigua leyenda. De repente oí una voz susurrante que desde el primer instante sentí como familiar y que me dijo: “¿Me buscabas?”. El miedo paralizó mi cuerpo y apenas tuve fuerzas para girarme lentamente con los ojos cerrados. Los pude abrir enterrado en un temblor atroz y descubrí la cara de Roberto bajo un sombrero que ya había visto antes. Él sonreía pícaramente. Con la voz entrecortada le dije: “¿Eres Ashaverus?”. Roberto río estridentemente. -¿No te alegras de verme?- dijo. Como respuesta sólo pude ofrecerle una respiración acelerada. –No, amigo mío, no soy Ashaverus - expresó. -Pero yo estuve en tu entierro - dije casi entre lágrimas. –Y... ¿tú me viste muerto?- me preguntó con evidente curiosidad. La callada por respuesta aceleró su explicación. Es curioso como la imaginación había convertido en real algo que nunca fue. Roberto me explicó que fue su padre quien había muerto y el que estaba en el féretro que sus amigos velamos. El resto de la historia fue fruto de las conjeturas que en la pandilla hicimos sobre la muerte de Roberto y a las que dimos crédito de realidad. Él había estado en Londres todos estos años, con su tía abuela Mary, y había vuelto para saber de sus antiguos amigos, entonces supo que todos le daban por muerto y quiso cambiar la sorpresa por una broma con la que desbarató todo el castillo de naipes que, con leyendas e imaginación, habíamos formado a lo largo de todos estos años. Con un fuerte y sincero abrazo logró devolverme el alma al cuerpo.
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EPÍLOGO
Hoy vuelve a ser 14 de octubre. Hace muchos años desde mi encuentro con mi “difunto” amigo. No volví a verlo más desde que regresó a Londres. Le he dado muchas vueltas al tema para extraer de él una historia que poder escribir y compartir con el mundo, aunque nunca me atreví, pues sentía siempre que me venía demasiado grande.
Mi vida no ha cambiado en demasía, pero sí la de las personas que me rodeaban. Clara, mi esposa, se separó de mí hace algo más de cinco años. No tengo nada que reprocharle. Nunca estuve a su altura. Siempre dediqué más atención a las mujeres de mis cuentos que a ella. No supe mantener la llama de un amor que juramos que duraría eternamente. Me casé con una mujer que deseaba infinitas noches de amor y se terminó resignando al sexo aburrido de los sábados. Con los años he adquirido una experiencia con la que esperaba hacerme más sabio, pero que sólo supo hacerme más viejo.
Vuelvo, como cada día, a encender mi pipa y a imaginarme vidas aburridas en los demás, para esconderme de la más aburrida y triste de todas: La mía. Me río de lo ridículo de un hombre que cree absurdas leyendas para darle un poco de emoción a su estúpida existencia. Por entre la reja de la ventana se cuela de nuevo el llanto de los perros. Soy consciente, como Miguel Hernández, de “ser yo cuando estoy solo”, pero me temo que nunca sabré de verdad quién soy. Mi vida se ha reducido a saber que cada día que pase me queda uno menos para que los perros lloren por mi.
FIN.
*Este cuento obtuvo el primer premio en el Concurso de Relatos Breves del Ayto. de Benacazón en el año 2005.