EL LLANTO DE LOS PERROS (1ª parte)
Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles priesa, comienzo a subir mi calle, encaminando mis pasos para la plaza, muy contento y alegre. Mas ¿qué me aprovecha, si está constituido en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra?
“La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades” Anónimo. 1554
Detrás del puente caía a plomo un enorme sol que dejaba en su adiós un aire teñido de tonos cálidos. Las hojas de los olivos se estremecían acompasadas con el susurro inquietante del viento. La tierra húmeda desprendía olor a trabajo duro, a jornal, a macaco y escalera..., a verdeo. Eran las seis de la tarde y el tiempo parecía haberse detenido. El silencio escandalizaba pero ninguno de nosotros se atrevió siquiera a insinuarlo.
Había atravesado ese viejo camino otras muchas veces con mis amigos para fumar a escondidas del dedo inquisidor de los vecinos del pueblo, asiduos como en todas partes y en todas las épocas a convertirse en aquello que Cervantes definió como “ese antiguo legislador que llaman vulgo”. Aunque quizás no fuera tanto por eso como por el hecho de ser “rebeldes” a pequeña escala; de sentirnos libres, por unas horas al día, de las normas impuestas por los adultos. Al oscurecer, volvíamos de nuevo a la realidad; a la cárcel de una vida prefabricada que ya por entonces intuíamos y de la que ninguno consiguió escapar.
En la tarde-noche del 14 de octubre de 1986, recorrí con mi madre ese camino para encontrarme de frente con una realidad mucho más dura que aquella de la que intentaba vanamente huir cada día de nuestro otoño adolescente: la muerte. La triste e inexorable verdad de la muerte me alcanzó con doce años en la persona de Roberto. Roberto era un tipo peculiar por el que toda la pandilla sentíamos, en mayor o menor medida, un gran aprecio y un cierto respeto. Era bastante mayor que nosotros, aunque nunca nos confesó su edad. Le conocimos por casualidad una de aquellas tardes cuando se acercó para reprocharnos que el tabaco podría llegar a matarnos. “Ya tuvo que hablar el sermones”, dijo alguien del grupo y, entre las risas, él se sintió aceptado. Nos dijo que vivía por allí cerca aunque nunca quiso enseñarnos dónde por lo que no nos fue fácil decidir ir hasta su casa.
Todos mis miedos nacieron de los recuerdos que extraigo de aquel lugar. Entre la serie de espesas imágenes que logro despegar de mi mente puedo ver su féretro cubierto por una bandera de rojo terciopelo. En el ambiente, un intenso olor a vida añeja y rancia. Junto a la caja de madera, compungidas señoras de negro acompañaban en cuerpo a los presentes y en alma a sus propios difuntos. En sus rostros se reflejaba una expresión universal de ausencia triste que sólo se puede definir con las sencillas y duras palabras del maestro: “La misma expresión con la que se mira la corriente de un río”. Me acerqué a la ventana con la intención de alejarme de tanto dolor. Por entre los hierros de la reja se divisaba un horizonte sin encanto.
Cuando Roberto murió, murió también nuestra inocencia y comenzó mi pesadilla.
(Continuará)