SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

CRUZANDO EL CHARCO

Nunca antes había estado en el mercadillo del “Charco de la Pava” y desde aquel día no he vuelto por allí. Me aturden esos sitios. Me despierta la curiosidad esa promesa del posible hallazgo, cierta vocación reprimida de buscador de tesoros, pero después de cinco minutos acabo perdido en esa selva de cachivaches y buhoneros en la que al final me cuesta distinguir lo pintoresco o interesante de lo meramente mugriento.


Una mañana, no obstante, me decidí a ir, alentado por mi hermano, aficionado a bucear en las mantas de películas y series piratas y sobre todo por el amigo José Antonio, que me habló de un tío que va de vez en cuando con algunas cajas de libros. Me dijo que si buscaba bien podía encontrar cosas interesantes. Pero, como digo, fui por el sitio en sí, más que por lo que pudiera encontrar allí. Hay ciertos lugares, ciertos barrios, ciertos ambientes que me atraen porque, su naturaleza, fronteriza con el lumpen y cierta doméstica marginalidad, los mantiene inalterables, atados a un concreto modo de vida. Son impermeables al gran espejismo que hemos vivido en este país en los últimos años. Allí se atenúa la gran mentira, es más fácil ver lo que somos en realidad.

Aquel domingo iba con Rocío, que también había estado allí antes, así que seguí sus indicaciones para llegar hasta el caótico parking y dejar el coche. Caminamos a la espalda de la primera hilera de puestos, y aprovechamos el primer hueco que vimos entre dos de ellos para colarnos en el interior del mercadillo. Me bastó un primer vistazo para darme cuenta de que los puestos estaban colocados siguiendo un trazado laberíntico, describiendo calles que a los pocos metros iban a morir a otras transversales o directamente a los terraplenes que bordean la frontera opuesta al río. Era imposible ver todo aquello de forma organizada, así que nos limitamos a pasear de un lado a otro entre el gentío que abarrotaba aquella telaraña de callejas artificiales, echando el ojo aquí y allá cada vez que algo nos llamaba la atención.

En el Charco, además de todo lo que se puede encontrar en cualquier otro mercadillo, están también los que venden lo que tienen por extraño que sea el objeto, lo que han logrado “distraer” durante la semana, los trastos viejos que salen de cualquier mudanza... La mayor parte de las veces dispuesto todo sobre una manta en el suelo, o en un sucio tenderete en el mejor de los casos. Sin criterio, sin orden, tal como caen. Uno de los puestos de discos estaba flanqueado por dos pértigas oxidadas de las que colgaban dos altavoces de un tamaño considerable. Sonaba la voz honda de Lole Montoya: “De lo que pasa en el mundo / por Dios que no entiendo ná / el cardo siempre gritando / y la flor siempre callá...

Un sol tibio de otoño empezaba a calentar tímidamente cuando encontré al de los libros. A uno de ellos, supongo. Era un chaval de veintitantos años, delgado, de piel morena, con una camiseta negra con un cuarteado dibujo de Michael Jordan y una sucia gorra de béisbol. A la camiseta le había cortado las mangas, usando al parecer un hurón famélico en lugar de unas tijeras. Tenía los libros en un par de cajones de fruta, sobre una mesa de playa, que había encajado en el hueco de sombra que le proporcionaban los dos puestos adyacentes. Me acerqué y empecé a curiosear. No había mucho que mirar. En uno de los cajones había unas cien noveluchas pulp, de gángsters, de ciencia ficción y de terror, de esas que algunos sacrificados artesanos de la tecla publicaban bajo seudónimo en los sesenta y setenta, a rebufo de sus homólogos americanos. En el otro habría unos cincuenta o sesenta de clásicos, en ediciones de lujo, pero desbastados por el tiempo, el hacinamiento o los golpes. Probablemente por las tres cosas. Se me vino a la mano una antología de cuentos de Poe, con unas bonitas tapas color vino tinto y filigranas doradas en las esquinas. Un libro muy bonito, pero en un estado lamentable.

- Por sé pa’ ti te lo deho en sei euro – me dijo el de la gorra.

Comprobé en el índice que ya tenía la mayoría de los cuentos del libro. Al hacerlo, en la encuadernación del lomo se abrió un hueco de un centímetro y el libro quedó descuadrado al cerrarlo. Hice ademán de devolverlo al cajón.

- Cuatro pavo – me dijo el chico. Y al ver que yo no decía nada añadió - Venga, pishita, que tú tiene cara de leé tela.

Sonreí y me aparté con un gesto.

- Luego, a lo mejor – le dije.

- Lo que tú diga – le oí decir con indiferencia mientras me alejaba.

Sin saber por qué aquel encuentro me dejó mal cuerpo. Se me quitaron las ganas de comprar nada. Nos limitamos a curiosear de un lado a otro, mientras a izquierda y derecha se sucedían rollos de cobre, zapatillas de esparto, barajas de cartas, cartuchos de videojuegos, cedés y deuvedés piratas, vestidos de novia, juegos de cuchillos, impermeables de camuflaje, una piscina de plástico montada e inflada, un motor de Vespino conectado a un ventilador, un juego de dardos, fiambreras, coladores, ralladores y otros artículos de menaje, con aspecto todos ellos de poder transmitir fácilmente el tifus o el escorbuto - por decir algo - incluso a distancia.

Recuerdo que me quedé mirando, hipnotizado, una manta en la que se disputaban el sitio unas mancuernas hechas con latas de pintura y cemento; un teclado de ordenador cuyo aspecto pringoso sugería que alguien lo había sumergido en aceite, sabe Dios con qué fin; y un pollo de pelea al que a pesar de haber atado a la pata del puesto de al lado, habían dejado cuerda suficiente para que andurreara a su entera libertad, dando saltos por entre las rústicas pesas y picoteando en el teclado como si buscara una letra perdida o redactara alguna animalada que se le hubiera ocurrido para pasar la mañana.

Un subsahariano de color - lo que viene siendo un negro - me gritó algo desde el otro lado de la manta y señaló su desconcertante género con vehemencia. Decliné su efusivo ofrecimiento negando con la cabeza, aunque me quedé con las ganas de preguntarle cómo había conseguido que un teclado de ordenador presentara ese aspecto de haber sido hallado en un yacimiento romano.

Entre una cosa y otra fuimos pasando la mañana. Debían de ser casi las tres de la tarde. Durante la última hora todo a nuestro alrededor se había ido desmantelando y el rastro parecía arrasado por la marabunta o alguna otra clase de estampida animal. Esa es la hora de los carroñeros. Los llamé así entonces porque me pareció adecuado, y me lo sigue pareciendo: A esas alturas parte de la mercancía que no ha sido vendida acaba por no interesar ni a sus dueños y va quedando abandonaba, siendo recogida a su vez por cualquiera que pase por allí. Así pude ver como un tío alto y delgado, vestido con un sucio chándal de nylon, recogía sus últimos bártulos y se marchaba, abandonando dos pares de sandalias de goma, de las “cangrejeras”, ésas que todos hemos tenido de pequeños para andar por las piedras en la playa. Estaban pisoteadas y deformes, unidas entre sí por bridas de plástico. Segundos después pasó una joven de dimensiones planetarias, sudorosa, comiendo pipas de calabaza que se sacaba del bolsillo del mandil. Tras echar un vistazo a las sandalias, se agachó a recogerlas y volviéndose hacia su acompañante – en quien reconocí al vendedor de libros – las metió en el polvoriento carrito de la compra que arrastraba éste. Me hice el encontradizo cuando pasaron ante mí.

- Oye – le dije – ¿Has vendido el libro ése?

- Ohú, ni ese ni ninguno, pishita ¿Lo va a queré o no?

- Dámelo, sí.

Rebuscó en el carrito unos segundos y me fue pasando unos cuantos, hasta que acertó con el de Poe. Le devolví los demás, y le tendí un billete de cinco euros.

- No tengo pa’ darte el cambio, campeón.

- Da igual.

- Te doy una shancah – dijo. Y se apresuró a sacar las sandalias del carrito.

No se las hubiera aceptado ni aunque hubieran estado en su caja, precintadas, y con un certificado del Ministerio de Sanidad. Yo de pequeño soñaba con ser un niño salvaje - creo que aún estoy empeñado en ello -, y lo más cerca que he estado de conseguirlo es en aquellos interminables domingos de playa de mi niñez, cuando me faltaba tiempo al bajar del viejo Renault Siete para bajar hecho un manojo de nervios las escaleras que me llevaban hasta la playa, desprendiéndome por el camino de la camiseta y las zapatillas para pisar la arena caliente con mis pequeños pies de náufrago, mientras mi madre intentaba alcanzarme con el bote de protector solar en una mano y una bolsa colmada de comida en la otra. Así que las dichosas sandalias – que me tocó llevar más de una vez, cuando me empeñaba en desoír las advertencias de mis padres y seguir saltando entre las rocas de la orilla – no son precisamente santo de mi devoción, sino que se equiparan en mis recuerdos a cualquier otro tipo de tortura infantil, como los calcetines de hilo calados o los pantalones de tirolés con tirantes. Está de más decir que me apresuré a declinar la oferta del librero.

- No, no. Estamos en paz.

- ¿Seguro?

- Seguro del todo.

Ambos nos quedamos mirando aquel amasijo de tiras de goma descolorida y luego rompimos a reír.

- Venga, que vaya bien – dije a modo de despedida.

- Con Dió, pishita.

Rocío y yo echamos a andar en dirección al coche. En mi cabeza daba vueltas aquello que relató Esopo seis siglos antes de Cristo y que recreó Calderón en “La vida es sueño” más de dos mil años después, sobre el sabio alimentándose con las hierbas que otro sabio iba tirando. Representada hacía apenas un momento por dos vendedores ambulantes, actores sin saberlo, de la bizarra comedia humana. La vida imitando al arte, que a su vez imita a la vida. Como siempre ha sido. Como siempre será. A lo lejos, entre la polvareda y el mar de toldos se volvía a oír a Lole, repitiendo como en una letanía otra extraña verdad, también eterna y circular a su manera: “Todo es de color, todo es de color, todo...


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4 comentarios

Anónimo  

alguien me puede decir cómo se puede aplaudir al tío éste con un teclado de por medio??

30 de junio de 2010, 1:37

MIllán, te he hecho caso y hoy mismo me he puesto a leer, aprovechando unos segundos de tranquilidad entre el desmesurado gentío que abarrota mi tienda en estos momentos (creo que la cola debe llegar hasta la farmacia -la de la calle Real, no creas-). En fin, que te digo que no te haya dicho ya: que eres genial y que, aunque la razón principal para mi falta de entrega a las apotaciones literarias de la revista es la falta de tiempo, cuando leo cosas así te confieso que mi razón pasa a ser bastante más egoísta: dónde voy yo con mis historietas del tres al cuarto al lado de alguien que es capaz de sacar tanto y tan buen jugo de una visita al "rastro"?? Sé lo que me vas a decir y te aseguro que haré todo lo posible para tenerte preparado algo lo más pronto que pueda, siempre que no se publique nada al lado de algo tuyo, las comparaciones... ya sabes. Un abrazo tío. No se te ocurra cambiar nunca.

De: Bruno.

6 de julio de 2010, 19:47

Gracias a ambos por leer el relato y por vuestros comentarios. Me doy por aplaudido amigo anónimo, y si decides salir del anonimato, ya quedaremos para aplaudirle los dos a Pedro el del bar, mientras nos tomamos un par de cervecitas.
Y en cuanto a ti, Bruno, es normal que tengas cola en la tienda: El otro día leí en el suplemento del periódico que el segundo libro más vendido en estos momentos en España es la Cartilla Rubio del 2, así que te la estarán quitando de las manos. Trae de regalo un canuto para hacer la "O", así que está haciendo furor en todos los Ayuntamientos.
Me alegro de volver a leerte por aquí, y me alegrará leerte aún más cuando publiquemos tu cuento para Agosto.

7 de julio de 2010, 12:11

Querido Millan......., es que eres la hostia cuando te pones delante del teclado y dejas fluir la esencia artística y literaria que corre por cada uno de los poros de tu piel, y que tras un maravilloso proceso neuronal, en el que los estilos se funden para mejorar, vuelve a brillar, impreso, ese espíritu soñador y romántico tuyo expresado de tal manera, que hace que tengas que leer hasta el final, aunque tengas la sensación de que la dicha ha sido breve.
Jose Antonio, yo de mayor quiero escribir como tú............bandido.
Julio

9 de julio de 2010, 20:53

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