CAPÍTULO 1:
El despertar de aquella mañana fue raro. Simplemente desconocido. Mi cama había sido sustituida por un frío suelo donde se apoyaban, rodeándome, múltiples pupitres. Las paredes que delimitaban mi habitación no existían como tales, pues la estancia en la que me encontraba era como cuatro veces más grande que mi morada, lo que me hacía sentir rebosante de confusión. Lo que fue (más tarde supe que sería porque aún no había sido) salón, comedor y habitaciones de mi casa, se habían fundido en una sola sala. Conseguí incorporarme tras un intento fallido en el que el pánico logró bloquear mis piernas. Atónito, miré a mi alrededor y contemplé las paredes, llenas de mapas físicos y políticos del país. Al fondo de la sala dos pizarras (con un reloj de corona), una ventana, un armario y una mesa grande, como dos o tres pupitres juntos. Al otro extremo había una puerta, la única salida (decente). Silencio.
Comencé a divagar cuando vi que en la parte superior de los pupitres había agujeros llenos de tinta negra seca. Busqué cualquier referencia de cualquier cosa. Lo que fuese. Mientras miraba la pizarra intentando descifrar lo que en ella había sido borrado no hacía mucho tiempo, mis ojos se tornaron hacia la izquierda, justo a la puerta del armario cerrado. En él, colgando un calendario con motivos escolares, lucía nuevo y reluciente pero extraño a la vez. Nunca podré describir lo que sentí cuando vi lo que hubiese deseado no ver, y de no ser por la algarabía infantil que se formó en unos instantes al otro lado de la puerta hubiera caído desmayado. Tenía que salir de ese lugar como fuera, y lo más pronto posible. Me dirigí a la puerta de la manera que más me gusta desplazarme a los sitios, corriendo. Pero esta vez no lo hacía por diversión. Lo hacía por miedo.
Tras una larga pelea con los pupitres estuve a punto de agarrar el pomo de la puerta, pero este se movió y comenzó a alejarse poco a poco a la vez que la puerta se abría hacia fuera. Esto me hizo descubrir a una mujer de unos 40 años, carpeta en mano, que palideció instantáneamente al verme. Lucía una larga falda gris y unas gafas redondas y grandes. El grito que emitió fue tan ensordecedor que hizo asustar a los niños que aguardaban en fila detrás de ella, en la calle, aguardando en la acera para entrar en clase. Yo también retrocedí preso del pánico a la vez que ella empezó a correr, huyendo de allí y alertando a los niños para que escapasen con ella. Diez segundos fueron suficientes para quedarme de nuevo solo, aún dentro de la estancia, contemplando una calle solitaria a excepción de un burro amarrado a la ventana de la casa vecina. Decidido a encontrar una explicación a lo que estaba sucediendo y sabiendo que el miedo no haría más que empeorar la situación, di un paso al frente y salí a la calle en busca de respuestas.