EL HOMBRE DEL SACO
[... ]que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.
Antonio Machado
Llegaba siempre a media mañana, una vez, en ocasiones dos veces por semana, y tras saludar con un “buenos días” en voz muy baja, le preguntaba con un gesto a mi padre, señalando la silla de los clientes, si podía sentarse.
No recuerdo su nombre, no he conseguido retenerlo después de tantos años, a pesar de que su presencia en el taller se nos volvió agradablemente familiar en aquella época. Sus visitas acabaron formando parte de esas rutinas, esos acontecimientos cotidianos cíclicos que confirman que todo - el mundo, las cosas - sigue sucediendo.
En cambio recuerdo su aspecto con la misma certeza que si estuviera viéndolo ahora mismo. Su extrema delgadez, su pelo ralo y blanco, muy corto. Su mentón tembloroso, semipoblado de puyones blanquecinos. Sus manos huesudas trasteando en el saco de arpillera que siempre llevaba, o temblando nerviosamente en el aire cuando pedía un cigarro, sin hablar, sólo haciendo el gesto de fumarlo. Tenía esa impronta de raquítico deterioro que delata un pasado de precariedad, de necesidad. Cuando recogía del suelo de la zapatería algún retal de cuero y lo ojeaba curioso, yo solía pensar que él mismo también se asemejaba a un trozo de cuero viejo, oscuro y cuarteado por el tiempo, dejando traslucir un esqueleto lleno de ángulos y aristas, como si entre piel y huesos no quedara ya sino unos cuantos músculos fuertes pero cansados, tensados sobre la osamenta como las cuerdas de una vieja y desconchada guitarra.
Andaría por los setenta y muchos años, y - según nos contó - cada mañana se levantaba antes del alba para coger el autobús hacia cualquiera de los pueblos que luego se pateaba con el saco a cuestas. Vendía - o eso pretendía - mecheros baratos y esas pequeñas navajas de punta cuadrada que antes se llevaban al campo y que muchos ancianos gustan de llevar aún encima. Con todo, la exigua mercancía podía llevarse de sobra en una pequeña bolsa, así que en su tercera o cuarta visita, cuando él parecía algo más relajado en nuestra presencia y nosotros estábamos más acostumbrados a la suya, le preguntamos el por qué del saco. Nos contestó que allí iba echando todo aquello que le daban por los comercios donde iba entrando. Una vez nos abrió el saco y nos enseñó la renegrida pezuña de un hueso de jamón que le habrían dado en alguna de las carnicerías del pueblo. “Para hacer caldo” nos dijo.
Seguro que vendía poco, muy poco. Y lo necesitaba. Quizá no sólo por el dinero. Daba la impresión de haber sido uno de esos hombres enjutos, correosos y enérgicos, que no han hecho otra cosa en toda su vida más que trabajar. Supongo que una vez que la edad lo arrumbó al retiro, a la ancianidad, y su cuerpo ya no le permitía ir al campo o al andamio, se había buscado aquello de las navajas, los mecheros y las rutas por los pueblos como un modo de sostener la ficción de un trabajo, una ocupación, sentirse útil. Hacerse valer ante una viejecita que seguro que ya no se lo exigía, y que lo veía partir cada mañana con el saco a cuestas sin entender bien hacia dónde ni para qué.
Era extremadamente educado, con esa abrupta humildad de la gente antigua. Casi nunca hablaba. Mi padre y yo le sacamos algunos retazos de su historia a base de preguntas curiosas que nosotros mismos nos hacíamos cada semana cuando él se marchaba. Los trozos que pudimos juntar no sumaban gran cosa. Le preguntábamos por la familia, por el pueblo de donde venía y que tampoco recuerdo, y él contestaba a todo con frases que no terminaban en ninguna parte, aventuraba la respuesta y luego su voz acababa apagándose, como si se tragara las palabras y hablara sólo para sí. Eso cuando a nosotros nos parecía oportuno preguntar. La mayoría de las veces, después de saludar, pedir tabaco e intercambiar alguna frase amable con mi padre y conmigo se limitaba a fijar sus ojos tristes en las manos de mi padre, lo miraba trabajar con silenciosa atención. Mientras mi padre tironeaba, domando la piel, moldeándola hasta montarla sobre las hormas, él contemplaba el proceso con un respeto casi religioso, como quien se sabe ante una compleja demostración de alquimia. Asistiendo complacido al ejercicio de una labor que aún se realizaba tal y como él la conoció, que como él mismo se hundía profunda en las raíces del tiempo.
Después de un rato me parecía que se iba ausentando. Miraba distraído alguna herramienta, algún periódico viejo o alguna de las novelitas de Marcial Lafuente que mi padre siempre tenía por el taller, y poco a poco su mente se iba marchando de allí. Lo abatía una tristeza profunda y duradera, que no respondía a nada circunstancial y que seguramente no tenía más motivo que ese saberse en el invierno de la vida, ese mirar hacia atrás y no encontrar más que años, puñados de años baldíos, entregados en los campos de otro, a las vidas de otros, las vidas de unos hijos que ahora lo aparcaban, lo ignoraban, o cabeceaban hipócritamente preocupados cuando lo veían arriba y abajo con el saco. Siempre sentí, con razón o sin ella, que aquel hombre miraba desde el doloroso conocimiento del que sabe que su vida no ha sido gran cosa. Sólo días y más días pasando inclementes, gastándolo todo.
Aquel hombre estuvo viniendo al pueblo un par de años. Luego dejamos de verlo. Hace más de quince años de aquello, así que seguramente ha muerto. Mientras tecleo estas líneas he empezado a preguntarme por qué me ha venido a la memoria hoy, por qué a pesar de que los años van pasando y cientos de caras que tuvieron mucha más presencia en mi vida se van hundiendo en el olvido, sigo recordando de vez en cuando a aquel hombre. Creo que tengo con él algo parecido a una deuda. Y es que las lecciones de la vida no siempre tienen la forma de pomposos sermones o frases redondas. No siempre hay un maestro. A veces basta mirar. Mirar las cosas, la gente, la propia vida para ir entendiendo algo - sólo un poco - de su verdadera y desconcertante naturaleza. Durante aquellos años en la zapatería, con las manos en la faena y la mente en cualquier otro sitio, enchufada como una grabadora, calándolo todo, clasificándolo todo, traté con gente educada, que hasta parecía pedir disculpas por tener dinero; y traté con gañanes pobretones con maneras de señorito andaluz, que no tenían más tierra que la que traían pegada a las botas camperas, pero que entraban por la puerta queriendo sus iniciales cosidas a mano hasta en el último palmo de cuero que les trabajaras. Y entre uno y otro, todos los demás.
