SECRETOS IBÉRICOS ** José Antonio Millán **  

Publicado por: Pandora

UN SOLDADO SIN GUERRA

- ...y ves que los demás se van hartando y tú sigues ahí, y cuando te das cuenta llevas toda la puta vida peleando. Y...

Y nada. No completa la frase. O más bien parece considerarla completa. Una sentencia en sí misma, cerrada sin cerrar con esos puntos suspensivos que en su boca suenan como si ese cable que lo lleva y lo trae por sus recuerdos de los últimos quince años estuviera roto o deshilachado y pudiera dejarlo arrumbado en cualquier lugar o momento.

Hunde la mirada en el vaso de plástico del café. Lo gira un poco y después parece concentrarse en el paisaje que se destruye y rehace por la ventanilla del tren. A mí me bullen en la cabeza docenas de preguntas: La gente, cómo, quién, si sigue viéndose con alguno de ellos...pero durante unos segundos me pierdo como él en los brochazos fugitivos de los olivares, que se han ido convirtiendo poco a poco en transitorias manchas pardas, dando la impresión de que el tren está inmóvil y que son los árboles, los montes, los polígonos medio en ruinas y los apeaderos desiertos los que se marchan, veloces, con prisa por ser rebasados.

El tren ha tardado menos de una hora en dejar atrás el cinturón industrial del extrarradio de Barcelona, la compañía reconfortante del mediterráneo al cruzar los pueblos del entorno de Salou y ha ido buscando poco a poco el interior. Hace aproximadamente una media hora me he levantado al servicio, y al entrar en uno de los vagones me ha parecido reconocer un rostro entre los viajeros. He seguido mi camino, pero luego, al volver, me he demorado al pasar a su altura, lo suficiente para confirmar mi primera impresión. “¿Atienza?” le he dicho. Él ha levantado la cabeza, se ha recogido detrás de la oreja un mechón lacio que le caía sobre la frente y ha entrecerrado los ojos como si estuviera cegado por la luz. “¡Joder, el Millán!” ha dicho entonces, levantándose y golpeando al hacerlo la bandeja plegable de su asiento. Ha tirado al suelo el libro que ha estado leyendo – Demian, me ha parecido que era – y después de ofrecerme la mano lo ha pensado mejor y ha tirado de mí hasta estrecharme en un abrazo. “¡Cuánto tiempo, tío!” “Por lo menos cinco años, sí” le he contestado.

Después de intercambiar cuatro frases hechas, le he propuesto tomarnos un café y charlar. He vuelto a mi asiento, le he dicho a Rocío que me había encontrado con un amigo y he regresado de nuevo a su vagón. En ese breve camino de ida y vuelta, gracias a esa forma de solaparse que tienen los recuerdos - mostrándose no de forma consecutiva o sucesiva sino despertando a golpes cuando se toca el botón preciso, como si uno viera las distintas escenas de una película superpuestas unas encima de otras, y aún así las entendiera - he revivido nuestra entrecortada historia común. Desde mil novecientos noventa hasta aquí. Los años de instituto, básicamente. Aquella época en la que mezclábamos los proyectos con las risas, los futbolines y las cervezas con cualquier taller, revista o ocurrencia que tuviéramos entre manos...aquella celebración de la intensidad, aquella voluntad de estar en todas, con la que fuimos llenando aquellos días en los que sin saberlo - o sin que lo tuviéramos presente – también acometíamos con desmañada caligrafía la redacción del borrador de nuestros respectivos futuros. Todo acude a mi memoria en un proceso confuso, como si se me hubiera caído al suelo una vieja caja de cartón, y asistiera desconcertado al despliegue desordenado de cientos de fotos amarillentas. Luego los años fueron separándonos – a nosotros y al resto de los integrantes de aquel grupo - sin estridencias, sin despedidas. Siempre nos tratamos con un sano desapego, con intermitencias que nos resultaban tolerables porque aquello nunca se fundamentó en realidad en un verdadero afecto, sino en la impresión de cercanía propiciada por la cuatro afinidades que teníamos, por la necesidad de compartirlas.

Desde entonces me he ido tropezando con algunos de aquellos antiguos compañeros aquí y allá, y casi nunca esos encuentros casuales han arraigado en algo más que un saludo y un cuarto de hora de charla amable. A Javi Atienza lo he visto menos, aunque le he podido seguir la pista por las noticias que me iban haciendo llegar amigos comunes. También por televisión, por los periódicos: Ha sido de los últimos insumisos pendientes de juicio en España. Se acercó al movimiento antimilitarista a través de su hermano, un par de años mayor que él. Ya durante los últimos años de instituto, los del tercero y el cou, le oí endilgarme aquellos discursos incendiarios, atropellados, llenos de argumentos incontestables. Pero fui asistiendo también a su divorcio con la sociedad, a como todo aquel grupo al que se arrimó se iba poco a poco aislando de la realidad, entregándose a los brazos de la utopía, sin ser capaces de compatibilizar aquel discurso moral e ideológico, recio e inflexible, con el mero, caótico hecho de vivir, de ir fluyendo, reaccionando con plasticidad ante las curvas de la vida.

Y ahora, reunidos por una de esas carambolas del destino en un tren que nos trae de vuelta de Barcelona, me apresuro a decirle que en todos estos años me he ido tropezando con Benito, con Joaquín, con Rafael… y que, entre lo que ellos me contaban más lo que iba apareciendo en los medios de comunicación, he seguido lo suyo. No quiero que sienta la obligación de ponerme al día. Aún así, por iniciativa suya, se arranca con un atropellado resumen de su historia reciente: Las veces que tuvo que quitarse de en medio, la incomprensión de su familia, las manifestaciones, las citaciones judiciales que se saltó a la torera y aquellas a las que acudió finalmente, representado por la agrupación de abogados del movimiento insumiso bajo el que buscó refugio, la amnistía por fin...No hay ni rastro de triunfalismo cuando me cuenta esto último. Más bien, según se acercaba al final de la crónica su rostro – sus ojos diminutos de mirada miope, su piel pálida que ya mostrarán para siempre los rastros de los accidentes dermatológicos de la pubertad – ha ido adquiriendo un gesto sombrío y su voz se ha ido apagando. Siento el impulso de llevar la conversación hacia recuerdos más amables.

Logro que me hable de su gente, me cuenta que aún le quedan algunas asignaturas para terminar Química, que hace ya algunos años que no vive en Albaida, que se mudó a la calle Feria con un par de amigos, que estuvo viendo a Metallica en el Rock in Río de Madrid... Poco a poco consigo sortear el que ha sido el tema capital de su vida. Lo hago porque empiezo a ser perro viejo en esto, y huelo el cansancio. Quizá es una postura egoísta, pero siento que en esta tarde rara, mientras el verano exhala su último aliento y yo me enfrento a mi último día de vacaciones, no podría cargar también con su cansancio, con ese pesado fardo que parece ir acarreando por todas partes. Le cuento mis cosas, intercalando chistes, rescatando antiguas complicidades. Los dos reímos un rato, mientras apuramos el asqueroso café del tren y atardece en el huidizo paisaje de las ventanillas. Luego salimos del vagón cafetería, lo acompaño hasta su asiento, intercambiamos números de móvil aunque ambos sabemos que probablemente no los marquemos jamás, y nos despedimos con un abrazo. Cada mochuelo a su olivo.

Pero claro, son muchas horas de tren. Y aunque intento quedarme con esa sensación, la de haber encontrado a un antiguo amigo y haber charlado con él sobre lo bueno que compartimos en el pasado y sobre cómo nos va la vida ahora, cuando pienso en la conversación que acabamos de tener, más que en lo que me ha contado pienso en lo que yo no he querido saber. Y sin poder evitarlo, como me ocurre la mayoría de las veces, voy completando con la imaginación la parte invisible de las historias, lo que está entre las líneas.

Javi sabe que aquella batalla se ganó, que la ganaron ellos para todos los que vinieron después. Que nadie, contra su voluntad al menos, tendrá que volver a pasarse nueve meses secuestrado, vistiendo unos pantalones dos tallas más grande de lo que le corresponde y una gorra tres tallas más pequeña, comiendo en una bandeja de aluminio y cagando en una zanja que él mismo ha tenido que cavar. Arrastrando la barriga por el suelo, mientras intenta no oír los gritos de algún eunuco con galones, que intenta mandar en el trabajo lo que no manda en casa. Ahora todas esas humillaciones van en el sueldo, para quien las quiera.

No todo fue una cuestión de activismo, claro. Cambiaron los tiempos, y algunas cosas comenzaron a caer por su propio peso. Pero ellos hicieron lo que tenían que hacer, lo que había que hacer. Tomaron una decisión y perseveraron en ella. Contra todo. Contra la ley, contra el estado, contra el pacífico curso de sus propias vidas. Y ganaron. Creo que Javi es consciente de eso. Sin embargo, cuando se aleja de cuestiones particulares y observa el plano general, el mundo mostrando sus vergüenzas al aire hoy más que nunca, un sistema que se ha revelado falible pero que centra sus esfuerzos en perpetuarse, comprende que todo lo que hicieron y todo lo que otros puedan hacer, no será sino intentar taponar con la punta del dedo las enormes grietas abiertas en la presa, mientras no deja de salir cada vez más agua. Y se siente cansado. Y empapado. Y tiene frío, mucho frío. Y se pregunta si alguna vez mereció la pena sujetar en alto alguna bandera. Claro que todo esto sólo puedo suponerlo.

Lo que me duele es que sé que no se trata de uno de esos advenedizos apóstoles del perroflautismo, los que se apuntan a cualquier revolución. Yo vi cómo se forjaba poco a poco esa ideología sin fisuras, sin tiempos muertos; que lo que en los demás era accesorio, algo que ir acarreando por ahí como se lleva una camiseta del Ché, para él era una militancia a tiempo completo, una fe. Y ahora se enfrenta al mal trago de ver como los padres de todas las patrias no encuentran más solución para todos los males que vestir con otra piel de cordero al mismo lobo de siempre. Ve al enemigo medrar por todas partes, tan seguro de su victoria final que puede permitirse el lujo de ser tolerante con toda esta inocua revolución que ahora ocupa la calles, las multitudes acampadas en las setas de la Encarnación, los miles de personas gritando en la Puerta del Sol de Madrid, todos esos que representan su relevo en la ingrata tarea de taponar con las manos desnudas las grietas en la presa. Los nuevos parias del mundo. Observa cómo los telediarios escupen o ningunean todo eso, según toque. Y no siente nada especial. Sólo cansancio. De nuevo, supongo.

Mientras el tren está parado en Alcázar de San Juan me acerco al compartimento de equipajes y saco de la maleta un par de libros y el mp3. Entre eso, alguna cabezada, la revista de Renfe y algo de charla con Rocío, paso el resto del viaje fingiendo no acordarme de Javi Atienza. Ya en Santa Justa lo veo a lo lejos, arrastrando la maleta y la desgastada mochilla por la rampa mecánica que sube desde los andenes hasta la zona comercial de la estación. Cuando llega arriba duda un momento. Nadie viene a recibirlo. Quizá tampoco espera a nadie. Recompone un poco el equipaje y cruza las puertas automáticas, lento y cabizbajo, camino de su diminuto piso de la calle Feria, seguramente una covacha con las paredes llenas de banderas republicanas y estantes repletos de aquellos vinilos de Black Sabbath que cuidaba como oro en paño. Lo imagino saludando a sus compañeros, haciendo planes para la cena. Entre risas uno de ellos hace una colecta para ir al chino de abajo por dos cervezas de litro, mientras otro saca un par de pizzas del congelador. Javi sale a la diminuta terraza, donde tienen un par de macetas de marihuana, tres sillas plegables de plástico y un puñado de viejas pancartas enrolladas en un rincón. Contempla el asfalto baldeado, el reflejo del agua en los bolardos de la acera, las sucias tapas amarillas de los contenedores a las puertas de las desiertas tabernas... sus ojos horadan la noche, buscando su nuevo lugar en el mundo, con esa mezcla de dignidad y abatimiento que siempre tienen los soldados sin guerra, los héroes cansados.

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1 comentarios

Querido Millán, no se puede ser más sensible y a la vez más racional.
Como siempre, chapó.

9 de diciembre de 2011, 19:43

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