A LOS CORINTIOS ** Reyes Maraver ** Relato  

Publicado por: Pandora

Rafael Argüeyes recorre la distancia entre la puerta de la iglesia de su pueblo y el altar mayor del brazo de su hija. Camina erguido y sonriente, mostrando en su rostro lo que él mismo, de poder verse, llamaría una mueca grotesca. Hay dignidad en sus andares, a pesar de que intenta con todas sus fuerzas disimular la cojera de la pierna izquierda que le ha dejado de propina un infarto cerebral. No te preocupes, Rafael, que esto no es nada- le dijo Felipe Bonares intentando transmitirle algo de tranquilidad, pero él no lo creyó. Al verlo acercarse a su cama, con sus ademanes de hombre templado y sus palabras firmes y seguras, tuvo la certeza de que le mentía, de que sólo respondía con aquella actitud a la súplica de su mujer: Felipe, ve a verlo. A ti que eres médico te hará caso y se animará. Está muy decaído. Tus palabras le harán bien. Allí estaba, junto a su cama, con esa cara de hombre de éxito que lucía desde pequeño, con ese “no es nada” que más que alivio le provocaba repulsión. Pues a ver si te pasa a ti, estirado de mierda quiso decir, pero sólo fue capaz de pensarlo. En cambio, le devolvió su mejor mueca, la que le servía para agradecer a los demás sus fingidas buenas intenciones.

Ahora camina muy derecho, del brazo de su hija, buscando la postura digna y solemne que requiere la ocasión y saludando con un ligero movimiento de cabeza a los invitados que sonríen apostados de pie a ambos lados de un pasillo adornado de múltiples y variados tipos de flores, de guirnaldas, de lazos de diferentes tamaños; un pequeño edén construido sobre una alfombra roja, a base de tarjeta de crédito, llamadas, encargos, histerias, lágrimas y una gran dosis de paciencia por su parte. En los rostros de los invitados distingue varios grados de expresión estúpida, pero ninguno supera al de Felipe Bonares quien, con cara de excesivo optimismo, levanta un pulgar y le guiña un ojo.” Idiota”. Estira el cuello. La busca. Sabe que va a venir porque ella nunca falta a los acontecimientos familiares. Desde hace años sólo puede verla en esos eventos obligados en los que se multiplican los besos, los saludos, los éxitos de unos y otros, esos momentos donde se dan a conocer los novios, los nuevos niños de la familia, las últimas novedades, y en los que todos fingen o exageran por unas horas su buena fortuna. Pero no la ve. No consigue distinguirla entre la multitud. “La dichosa boda, tenía que ser la mejor…” Pero mujer- decía- ¿no son demasiados invitados?...”Nada, como hablar a las paredes”. Se está mareando. Los olores de las rosas, las orquídeas, los jazmines, los perfúmenes y los cosméticos, la vieja madera, el polvo asentado en la cumbre del altar mayor… San Judas Tadeo lo está mirando fijamente, como escrutando sus pensamientos, desde un pequeño retablo situado a la izquierda. Sigue mareado. Vuelve la mirada al frente para contemplar aliviado que quedan apenas unos pasos para llegar al altar. Desde allí, su mujer mira complacida la idílica estampa que debe de representar la hija del brazo de su feliz y orgulloso padre.

Rafael Argüeyes siente el peso de las miradas de los invitados sobre su nuca y ya casi no puede disimular la cojera. Al llegar al altar, una minúscula gota de sudor le atraviesa la frente. La tirilla del cuello de la camisa le dificulta la respiración. Mete unos dedos entre su nuez y la camisa para tirar de ella, al tiempo que levanta la barbilla unos centímetros y la mueve lentamente de lado a lado. Su mujer lo mira con satisfacción. Hace una hora, mientras le anudaba la corbata le había dicho: - Aún sigues siendo el más guapo. Es el único beneficio que había obtenido de aquel matrimonio: casarse con el más guapo. Sigue sin verla. Le dicen dónde tiene que sentarse el padrino y lo hace aliviado. Ahora podrá cerrar los ojos disimuladamente para superar el mareo. Segundos después al volver a abrirlos la ve, junto a las escaleras que acceden al altar. Debe de haber pasado los treinta y cinco, y sigue pareciéndole una chiquilla. Lleva una hoja de papel entre las manos. Ella ha mirado a su prima y de la sonrisa que le dedica Rafael deduce que le gusta la novia, las guirnaldas, la alfombra, los olores y estar allí, y comprueba además que está más maravillosa que la última vez que la vio.

Le llega de pronto su voz, dulce y firme, como su piel, al menos así la recuerda. Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Estaba cenando aquella noche, cuando ella llegó. Era sábado. Llevaba un vestido oscuro de cuadros con cuellos y puños muy blancos, y un cinturón elástico muy ceñido a su cintura. Mantenía aún a sus catorce años algunos rasgos infantiles, pero en su mirada y en sus movimientos se vislumbraba ya la mujer que empezaba a ser. ¿Qué hace ella aquí?- preguntó a su mujer con la boca llena y sin levantar la cabeza del plato. Ha venido a ayudarme. Mañana nos vamos los dos temprano y se va a quedar con los niños. Su presencia lo desconcertaba. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.

La conocía desde pequeña. Ella tendría unos cinco años y él veinticinco. A pesar de que la había cogido en brazos, de que la había visto crecer, desde un principio despertó en él un interés inusual que sacaba lo peor de sí mismo. No sabía con certeza si lo hacía de una manera casual o voluntaria, pero conseguía siempre hacerla llorar. Si se prestaba a ayudarla a volar una cometa, ésta terminaba escapándose, si en un día de playa jugaba con ella en las olas, la más grande acababa por estamparse en el rostro de la pequeña. De este modo, al mismo tiempo que el rechazo de la niña hacia él crecía, también lo hacía la atracción, casi obsesiva, que iba a tener por ella toda su vida. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. ¿Y dónde va a dormir?- preguntó. Con la niña, en su cama.

Rafael Argüeyes se levantó de madrugada, no podía pegar ojo. Sentía que las paredes se habían estrechado y que los techos de su cuarto habían descendido unos centímetros. Su mujer dormía plácidamente. Ni el rosario de cuernos le ha quitado el sueño- pensó, detestándola aún más por ello. Se acercó a la habitación, estrecha, sencilla, con dos pequeñas camas separadas apenas por un metro. En una, situada a la derecha, dormía su hijo pequeño; en la otra, su hija, junto a la pared… y ella. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Veía cómo subía y bajaba la colcha al compás de su serena respiración. Un instante después se había instalado junto a ella, a su espalda. Hundió la cara en su pelo y aspiró profundamente. Tenía un suave camisón enredado a la cintura. Cerró los ojos y la rodeó con su brazo izquierdo. Estaba tan excitado que le temblaba la barbilla. Introdujo su mano derecha en la parte superior de la braguita, deteniéndose con sus dedos en los encajes que la bordeaban. La dejó allí quieta, sintiendo su calor. De repente, el frágil cuerpo se tensó. La muchacha flexionó las piernas y, de una patada, lo arrojó al suelo. La oía susurrar atropelladamente aunque no entendía lo que decía. Él también dijo algo con la intención de recobrar un mínimo de dignidad, pero no lo consiguió. Se levantó rápidamente y abandonó la habitación. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

Se movía por el piso como un animal enjaulado. La odiaba, la detestaba y la deseaba con todas sus fuerzas. Salió a la terraza. Era una noche de invierno fría y estrellada. Fumó varios cigarrillos allí, a la intemperie, y volvió a entrar, esta vez con la determinación de volver a su habitación, junto a su mujer, y conciliar el sueño. Pero, no sabe cómo, un impulso incontrolable lo llevó de nuevo a la pequeña habitación. En esta ocasión se acostó con su hijo. Así podría tenerla cerca y, si era descubierto, diría que el pequeño lo había llamado por una pesadilla. Le tomó la mano y la sostuvo así, en el aire, entre las dos camas. Sin embargo, esta vez fue descubierto antes. Ella le soltó la mano con brusquedad y Rafael Argüeyes sintió ese desprecio como un latigazo en el estómago. Se levantó de un salto, se inclinó sobre la cama y arropó a su hija con fingido interés, justo antes de sellar los labios de la joven con un cobarde y robado beso. La dejó en la cama, de nuevo, llorando. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.

Rafael Argüeyes cierra los ojos apesadumbrado. Le llega el murmullo de la gente, cansada ya de tanta ceremonia, y el ruido de los niños que corretean por la iglesia. Uno, muy pequeño, no deja de llorar. No ve la hora de que esto termine. Siente de nuevo la mirada de San Judas Tadeo, que sigue observándolo desde el retablo de la izquierda. Sin embargo, de lo único que se arrepiente es de haber dicho de ella que era una pequeña y miserable embustera, y de su férrea y detestable cobardía. Pero no puede hacerlo de corazón, ante Dios, de nada más. La ve descender las escaleras con ese andar regio que la caracteriza. Camina muy derecha, con elegancia innata. Mira a su prima y le regala una sonrisa por la que él lo hubiera dado todo. Ya no está mareado. Se ha acostumbrado a esos olores secos y dulzones. Dedica algunas carantoñas a su hija y se deja llevar de nuevo por el protocolo, dictado, paso a paso, por su infatigable mujer. Rafael, aquí. Rafael, allí.

Al finalizar la ceremonia los invitados se dispersan por la iglesia formando alborotadores corrillos, a la espera de los novios. La ha vuelto a perder. Teme volver a marearse. En un grupo de jóvenes madres situado al fondo de la iglesia, bajo el coro, logra distinguirla. Un impulso que le nace en la boca del estómago lo obliga a dirigirse hacia ella. Su esposa le agarra fuertemente la muñeca: Rafael, las fotos. Le lanza una furiosa mirada llena de odio, y de rabia, de desprecio acumulado a lo largo de muchos años, una mirada fulminante, nada nueva para ella, que la disuade de inmediato. Está bien, no tardes. Rafael Argüeyes camina tan rápido como su cojera, que ahora ya no se molesta en disimular, le permite. Recorre la iglesia de una punta a otra, arrastrando su pierna por la alfombra roja enmarcada por orquídeas, rosas, jazmines y guirnaldas, resoplando y con el sudor empapándole la frente, para llegar junto a ella y pararse en seco a su espalda. Ella ya sabe que lo tiene detrás porque se le ha erizado el vello a la altura de la nuca. Desesperado, Rafael Argüeyes aferra su brazo con firmeza y, con la voz temblorosa, como si fuera a empezar a llorar, le susurra al oído su cadenciosa y lastimera súplica: ¿Por qué no me quieres? Dime. ¿Por qué no me quieres?

Ella cree entonces sentir sobre los labios el tacto frío, húmedo y nauseabundo de una enorme babosa.

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1 comentarios

Es una historia dura. Consigues que uno se vaya haciendo a la idea de lo que ocurre, pero no de una forma brusca, sino secuencial. Enhorabuena Reyes.

14 de diciembre de 2011, 0:01

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